El tren nos llevó a través de las Cataratas de Iguazú, ya desaparecidas. Una fina llovizna salpicó en nuestros impermeables, las gotas remolonearon por toda la vagoneta con esa trayectoria lenta de la baja gravedad. Cuando estaban ya casi todas en el suelo, se levantaron de nuevo hacia arriba, mientras nos aferrábamos a nuestras barras de seguridad y mirábamos con los ojos desorbitados nuestra caída por El Salto del Ángel, que daba fin a la Zona de la Tierra Natural. Pasamos luego por la Tierra de la Herencia: el Coliseo, Petra, Gizé, la Gran Muralla, a muy buen ritmo; aprovechamos una pequeña parada bajo la Pirámide del Louvre para bajarnos del tren. Esperaríamos el siguiente, descansaríamos y tomaríamos algo. Y aprovechamos para pasear sin prisa entre las obras de arte, que el niño se había empeñado en verlas.
La Pirámide era transparente, permitía ver el cielo estrellado, la Tierra llena y brillante, tan azul. Un espectáculo magnífico; no se vería tan hermosa dentro de dos días, cuando estuviéramos de vuelta allí. Todo pierde visto de cerca, todo se ve brillante en el espacio; por ejemplo, todos estos monumentos que en este Parque veo en una tarde, allí, pese a las cabinas de teletransporte, tardaría a lo mejor dos días o tres, y mucho más incómodo, lenguajes raros, gente cutre, cosas así. Y no siempre están las piedras en su mejor momento, en cambio aquí está todo nuevecito, y te lo dejan tocar. Mucho más claro y más didáctico para el crío, que yo, si viajo, lo hago por prefeccionar mi cultura. La gente que no se mueve se embrutece; hay que alejarse un poco de tu casa para apreciar realmente lo que tienes.
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