Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


El ferrocarril elevado


Es la hora de los madrugadores, y de los últimos juerguistas. Leo una novela olvidada en un asiento. Las luces interiores se atenúan. Amanece.


Ella suele subir en esta parada. Hoy no ha venido. El tren discurre sobre las azoteas de la ciudad dormitorio. El sol mañanero recorta su silueta sobre las fachadas de las viviendas. Una sombra que no hace ruido. Una mirada errante que se detiene en las paredes de ladrillo y no penetra en los interiores. Un viajero que pasa de largo mientras lee un libro perdido. Un paisaje diminuto cuyos detalles se pierden por la altura.


La línea circular atraviesa después por los cortados. Una obra espectacular de ingeniería. Hasta cien metros de altura en el viaducto. Escasas retenciones en la circunvalación.


Caigo en la cuenta de que es domingo. Las ciudades dormitorio duermen. Un tren de cercanías vacío de trabajadores. Una intermodal silenciosa. Un centro de la ciudad abandonado.


Las ranuras de crédito no funcionan en la estación siguiente. Aprovecho el agua caliente del lavabo de pago. Tengo cuidado de no traspasar los tornos de salida. Son cosas que se aprenden con los años.


Truco con cuidado una máquina de café especialmente sencilla. Si la averío la cambiarán; si me excedo en el consumo, tal vez también. Es un modelo antiguo: aún tiene receptáculo de monedas. Vacío, como es lógico. Y de nada servirían las que encontrara; tal vez para trocarlas con un niño por unos caramelos.


Todo funciona por chip de pago, y sólo los ancianos usan aún tarjeta de crédito. Los viajeros pasan por los tornos sin hacer un gesto, y el viaje se registra en sus cuentas de banco. Los bocadillos se expeden con una simple orden oral. Se pagan por chip incorporado hasta las multas de los radares de las autopistas.


No tengo chip incorporado que pague mis viajes. No tendría un lugar a dónde ir allí abajo. Doy vueltas día y noche en el ferrocarril elevado. Me lavo en los servicios y como bocadillos. Mi nieta me hace la colada, pero hoy la esperé en vano en su parada. Y me preocupo por ella: ya no es joven y no ve a sus hijos. Cuida un gato viejo y ciego en su domicilio; y le lava la ropa al fantasma del bisabuelo, a la
leyenda familiar que se quedó en un limbo más allá de la tierra por un problema informático.

Y pienso en el paso de los años, y en cómo pasan las modas de las ropas, y en cómo veo envejecer a los viajeros habituales. El joven que volvía achispado un sábado de madrugada lleva poco después a su hijo al planetario. Poco después el hijo vuelve de madrugada. Mi nieta es una anciana que vive con su gato y sus fantasmas. Y en el espejo del lavabo de la estación, mi cara no muestra arrugas que cambien su
expresión solitaria. Porque hasta la muerte hoy en día necesita localizarte por un chip. Y el mío no funciona.


Leo libros olvidados en los asientos, y escribo mi vida entre sus márgenes, y los dejo de nuevo seguir su camino, como una botella arrojada al mar por un náufrago, como una plegaria que se aleja mientras veo partir el ferrocarril elevado.

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