Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


El retorno de Alcmène.

Ya había pasado la época de arriesgarse, yendo y viniendo del presente al pasado, al futuro. Un maduro profesor Alcmène utilizaba ahora su máquina, sobre todo, para experimentos automáticos, para viajes sin piloto con rutas programadas y todo tipo de instrumentos haciendo mediciones.

Le era muy útil para esas labores otro invento suyo: el Torno de Alcmène, un tambor giratorio programable, una evolución sumamente compleja y versátil de los rodillos dentudos que marcan las melodías de las cajas de música. Había desarrollado el mecanismo ya en los inicios de su carrera de inventor, cuando pensaba que el viaje en el tiempo podía ser peligroso, hasta mortal, para un pasajero humano. Pero unas décadas antes, los metales raros, el germanio, el francio, necesarios para componer el Torno, eran escasos y demasiado caros. Y el Torno se desgastaba, rápida, inevitablemente, con el uso.

En los años posteriores a la Guerra el precio de los materiales se redujo notablemente. Un acomodado Alcmène se vio con la posibilidad de fabricar y usar muchos tornos, y reponerlos a un coste razonable. Fue casi el fin de sus viajes por el tiempo. Un perfeccionamiento del diseño le permitió, además, usar un torno muchas más veces antes de su deterioro.

O eso pensaba él. De repente, notó que los tornos perfeccionados presentaban, de nuevo, una tasa de desgaste inexplicablemente alta. Además, observó que, por algún extraño efecto, que se preguntaba si era un efecto secundario de los repetidos viajes temporales, los tornos que resultaban estar averiados, sufrían una involución de diseño, volvían a ser como los tornos primitivos que usara en sus primeros años.

Entonces lo recordó todo. Esa noche abrió de súbito la puerta del laboratorio, y se encontró a sí mismo, más joven, más fresco, más atrevido, sustituyendo disimuladamente los tornos nuevecitos por tornos viejos, hechos polvo, del año de la polca, y nunca mejor dicho, tornos agotados que disimulaban su desgaste con una buena limpia y una oportuna capa de purpurina.

-¿Pero no te da vergüenza?, ¡¡aprovechado!! - le gritó a su otro yo, mientras éste huía con su presa, a través de la máquina del tiempo, hacia el pasado.

-¿De qué te quejas? ¡Tú también lo hiciste! ¡Cínico!

Cínico no, se dijo, desmemoriado por la edad. La simple precaución de un cerrojo nuevo hubiera evitado este latrocinio, que ni siquiera entonces estaban precisamente los Tornos baratos. Al viejo Alcmène se le hizo evidente que los viajeros del tiempo que olvidan su historia están condenados a repetirla.

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El juego de las nubes y las sombras.

El sol, el cielo, la hierba de los prados, los pétalos blancos y oro de las margaritas inundan mis ojos de luz. Tumbado boca arriba, dejo pasar las nubes frente a mis párpados entornados. Las pestañas se antojan una telaraña adornada de gotas de rocío; las nubes siguen desfilando lentas, incansables frente a las rendijas que protegen la modorra, el dulce vagar de la imaginación, el suave murmullo de la brisa, la escucha distraída de una voz cercana que cartografía con su imaginación las nubes pasajeras.

Parece un perro, una flor, un león, un ave. Un castillo en el cielo, las ruinas de un templo sumergido. La voz también parece ser cualquier sonido: el sonido tan familiar de mi compañera, el zumbido sordo de la radio, los gritos de los niños que jugaban hace tanto tiempo bajo mi ventana, el susurrro del viento. Con los ojos cerrados mi mente vaga entre las nubes, bajo la tierra, por los caminos de las estrellas, tan lejos que me parece oír la voz como procedente de otro mundo. La voz de otra ella que me acompañó gran parte de mi vida, y a la que nunca conocí. La voz de tantas otras. Si las nubes pueden parecernos cualquier cosa, pero siempre adoptan configuraciones familiares, ¿no podrá ser que en la voz que hemos elegido para que susurre a nuestro oído todas las tardes y noches de ojos cerrados del resto de nuestra vida, creemos encontrar todas las voces anteriores, igual que las nubes acaban adoptando todos los rostros?

Una flor compuesta de camomila, cientos de minúsculas flores doradas que se agrupan, que nos engañan con una corona de hojas blancas modificadas para hacernos creer que es sólo una. Arranco los falsos pétalos de una margarita, me quiere, no me quiere, me quiso, no la quise, sí, no, sí, no, un juego que termina, una respuesta que es "no" para siempre cuando la corona ha perdido todos sus pétalos, cuando todos los tiempos se terminan, cuando sabes que no volverás a pasear con ella sobre la hierba verde y fresca, cuando no sabes dónde está y el "no" final, siempre repetido y eterno del silencio te deja claro que no has de encontrar su escondite, que no la verás más, que el final llega y nunca acaba.

Todas las nubes, todas las caras, todos los recuerdos; todas las sombras que parecen seguirnos más allá del campo de visión, sombras que, al volver la mirada, descubrimos que sólo contienen la gran ausencia que nos persigue, que nos acecha, que nos hiere, que florece en todo su significado cuando se han marchitado también las margaritas que brotaron de noche en la tierra fresca de las fosas recién removidas.

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