Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


Cosecha de espadas





Fortitudine Vincimus. Mi corazón late presuroso por la excitación, no por el miedo, y mi lanza y mi armadura relucen en el bullicioso amanecer mientras disponemos nuestras filas frente al enemigo. Enseño orgulloso mi escudo de armas de la Torre Firme, y mi lema "Quien resiste, vence". A mi lado, otros tantos caballeros, con no menos brillo y esplendor. Un bosque de lanzas y de brillantes armaduras, de coloridos estandartes que ondean al viento y siguen el ritmo de nuestros alegres cánticos guerreros. Demasiado tiempo ha habido paz en este reino, y el caballero ha cazado ocioso por el bosque y contemplado desde su castillo el aburrido ir y venir del arado y la cosecha, y las zafias festividades de los campesinos. Una larga paz, y los pocos caballeros que han visto otra batalla son ya viejos y aguardan cansados en la retaguardia mientras los jóvenes desfilamos orgullosos en orden de combate y esperamos ansiosos la hora de la gloria y la aventura. Mostramos al enemigo una gran variedad de armas: lanzas y espadas, hachas, mazas y hasta látigos; buscamos intimidarlo tanto como competimos entre nosotros en lucimiento y fama y los mantos y gualdrapas de rico brocado de los corceles compiten en riqueza y en asombro, como un campo de trigo florecido en seda, en oro y púrpura.

Por eso mismo me llama la atención el caballero silencioso y embozado plantado a un lado de nuestras escuadras, alto y envuelto en un tosco manto negro sin divisa que envuelve igualmente a su caballo. Es también curioso su armamento: sin escudo ni armadura visibles, enarbola bien alta una guadaña. No canta himnos de batalla ni se pavonea demostrando el dominio de su montura. Tan discreto que resulta llamativo, aunque nadie parece fijarse en él salvo yo. Y juraría que me devuelve la mirada, y que también me observa con fijeza.

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Las Tierras Condenadas.


Sus ojos refulgen como fuegos fatuos ya a estas horas inciertas de la tarde; según los informes, no ven bien hasta que es noche cerrada. Dios quiera que para entonces yo ya esté bien lejos. Entretanto, rodeo por la espesura y evito el campo abierto. Si no vienen a recogerme en dos horas empezará la caza y tendré una muerte horrible e indefinida, una eternidad de recorrer los caminos con ojos brillantes en la noche.

Entretanto, tienen un cierto aire torpe, inofensivo. Se cogen de las manos en grupos grandes, de diez y quince, y un ciego guía a otro mientras se pasean tambaleantes por el prado. Los rebaños no les temen ni les huyen, y ellos se entretienen en acariciar y alimentar a las ovejas con algo que puede ser azúcar. No teníamos hasta ahora noticia de este comportamiento, ni de interés alguno en los animales domésticos o salvajes. Pero si me pilla la noche aquí, preferiré mil veces ser ganado a ser un espía. Una oveja puede ser feliz en las Tierras Condenadas: los muertos no se alimentan ni se visten. Sería interesante saber si ordeñan a las vacas. O con qué alimentan a los perros.

Tengo la respuesta a cien metros de mí: un pastor alemán viene a gran velocidad desde un granero lejano. Demasiado directo, demasiado determinado. Me ha visto. Menos mal que, de momento no ladra. ¿Me persigue por un atávico impulso de guardián de una granja cuyos
dueños ya no pertenecen al mundo de los vivos, o los muertos están adiestrando perros para guardar sus tierras malditas? Eso puede dar al traste con la operación que preparamos: nuestras fuerzas de defensa son apenas un vestigio de épocas mejores. No somos suficientes para limpiar estos parajes si el enemigo no está completamente indefenso. Preparo el silenciador para acabar con él si sigue aproximándose.

Unas balas no lo detendrán. Veo sus ojos relucir con el mismo brillo que sus amos muertos. Por eso no ladraba. No ve más que sus amos, pero su olfato es muy superior al humano. Un simple mordisco me hará igual que él, y viene a por mí.

Gracias a Dios mis boleadoras se enredan en sus patas: eso me dará algo de tiempo, pero tengo que correr porque me va la vida en ello. Salgo a campo través hacia el punto de cita convenido. Esquivo las figuras tambaleantes en una extraña versión a cámara lenta de una carrera de Rugby. Señor, señor, todos me siguen ya, incluído el perro, que afortunadamente, cojea. Que no se haya estropeado el helicóptero; casi no queda luz.

Les he sacado amplia ventaja. Jadeo en lo alto de la colina convenida: desde aquí veo una multitud que me persigue, a unos quinientos metros. Son lentos, pero saben dónde estoy: unos diez minutos antes de que me rodeen. No oigo aún ruido de motores. Espero que mi muerte no sea en vano. Desenfundo y preparo la katana, afilada como un escalpelo. Un tajo maestro puede separar una cabeza del tronco, y acabar con una falsa vida de enemigo, pero qué más quisiera que poder usarla contra mí mismo. Me siento sobre mis talones y medito: el último Ninja vivo de la Tierra. Intento tranquilizarme y afrontar sereno lo que venga.

Y mientras observo con avidez mi último ocaso me asalta continuamente la visión de las ovejas felices y mimadas por los muertos, que no serán sacrificadas ni esquiladas porque los muertos no comen ni se abrigan. Ni siquiera sus perros lo hacen. E intento evocar el color verde del prado ya en penumbra, y me hace gracia el parecido irónico de lo que he visto con el paraíso prometido de un mundo en el que el lobo habita junto al cordero, en una paz eterna que, ahora me doy cuenta, sólo puede esperarse de la muerte.

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