Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


Pegado a la tierra.

El tren nos llevó a través de las Cataratas de Iguazú, ya desaparecidas. Una fina llovizna salpicó en nuestros impermeables, las gotas remolonearon por toda la vagoneta con esa trayectoria lenta de la baja gravedad. Cuando estaban ya casi todas en el suelo, se levantaron de nuevo hacia arriba, mientras nos aferrábamos a nuestras barras de seguridad y mirábamos con los ojos desorbitados nuestra caída por El Salto del Ángel, que daba fin a la Zona de la Tierra Natural. Pasamos luego por la Tierra de la Herencia: el Coliseo, Petra, Gizé, la Gran Muralla, a muy buen ritmo; aprovechamos una pequeña parada bajo la Pirámide del Louvre para bajarnos del tren. Esperaríamos el siguiente, descansaríamos y tomaríamos algo. Y aprovechamos para pasear sin prisa entre las obras de arte, que el niño se había empeñado en verlas.




La Pirámide era transparente, permitía ver el cielo estrellado, la Tierra llena y brillante, tan azul. Un espectáculo magnífico; no se vería tan hermosa dentro de dos días, cuando estuviéramos de vuelta allí. Todo pierde visto de cerca, todo se ve brillante en el espacio; por ejemplo, todos estos monumentos que en este Parque veo en una tarde, allí, pese a las cabinas de teletransporte, tardaría a lo mejor dos días o tres, y mucho más incómodo, lenguajes raros, gente cutre, cosas así. Y no siempre están las piedras en su mejor momento, en cambio aquí está todo nuevecito, y te lo dejan tocar. Mucho más claro y más didáctico para el crío, que yo, si viajo, lo hago por prefeccionar mi cultura. La gente que no se mueve se embrutece; hay que alejarse un poco de tu casa para apreciar realmente lo que tienes.

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Siempre fiel.

El chucho les llevó hasta allí. Ya había desenterrado cosas así en otras ocasiones, piedras con extraños trazos, y objetos brillantes que brillaban como si estuvieran mojados. Pero esta vez era todo un paraje lleno de objetos extraños, más altos que un hombre, algunos grandes como árboles, y todos llenos de aquellos trazos incomprensibles.

-Son como los dibujos que hacen los viejos en las cuevas- dijo la chica- Tal vez quieran también contar una historia.

-No sé, no lo creo - dijo él.- Mira, no se parecen a nada. Las historias sobre ciervos se cuentan haciendo rayas que se acaban pareciendo a un ciervo. Lo mismo con todo lo demás. Mira, un ciervo se hace así. Y ¿ves? esto es un caballo.

Se entretuvieron un buen rato dibujando con una rama tiznada sobre aquellos altorrelieves que no significaban nada para ellos. Ciervos, bisontes, peces, las mujeres del pueblo. Lo hacían bien; los dos eran muchachos muy inteligentes, los mejores que había encontrado el chucho hasta entonces.

Pero tampoco ellos habían sido capaces de interpretar los signos, de seguir las instrucciones que sacaran al amo de su letargo. Ya eran lo bastante inteligentes; era un problema de su cultura oral de cazadores. El mismo concepto de la escritura, para nacer, tendría que esperar a
un cambio social y económico que requiriera contabilidad de excedentes. Hasta ese momento, el chucho tendría que seguir su guarda unos milenios más. No mucho, al fin y al cabo, comparado con lo que había estado esperando, siempre con la paciencia infinita, con la fidelidad a toda prueba, de un buen perro que cuida el sueño de su amo y aguarda su regreso.

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