Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


Fobos

Marte, dios de la Guerra
Pintura de Gerrit van Honthorst


-Los antiguos atribuían a los astros poderes místicos sobre el carácter y el destino. Si se suponía que Marte podía ejercer su influjo sobre la gente de aquella época a cien, doscientos millones de kilómetros, ¿qué haría sobre nosotros, que estamos medio millón de veces más cerca, en órbita cercana?

-Tanta explicación no te salvará, maldito hijo de puta. ¡Ábreme para que pueda encargarme de ti! ¡Abre! ¡Abre! ¡Abreeee!

Los golpes con la botella de oxígeno de emergencia retumbaban imperiosos, amenazadores, sobre la puerta de la esclusa. No podría mantenerlo encerrado allí indefinidamente; abrir la puerta exterior al vacío no bastaría para expulsarle, pero recordaba que cuando había comenzado la lucha sólo llevaba ropa de interior. No tardó en decidirse: una vida o la otra.

Se hizo el silencio y paseó la vista por el habitáculo inferior, envuelto en la paz siniestra del campo después de la batalla. Siniestras burbujas flotantes de sangre revoloteaban ingrávidas sobre los tres muertos a golpes, cortes, tajos, quemaduras, a resultas de aquel paroxismo de furia que de repente se había abatido sobre toda la tripulación del Orbiter como una deflagración espontánea en un ambiente saturado de oxígeno. Tres, y él, cuatro, el único superviviente. El quinto miembro del equipo estaba muriendo en esos momentos por anoxia en el interior de la esclusa, el vacío sofocando sus gritos de ira, y eso que era Farman, el generalista de la nave, el más calmado al principio y el que más creyó que se avendría a razones. No se podía hacer nada al respecto.

Quedaban los dos tripulantes del aterrizador; a estas alturas ya se habrían posado en Marte y estarían extrañados de la falta de respuesta del módulo orbital. Si es que no se habían dejado llevar también por la locura durante el descenso, o se habían fundido en un terrible y aterrador homenaje con aquel Abismo que les aguardaba, el Dios Rojo de la Guerra que alteraba sus mentes. Tampoco importaba ya. El aterrizador no podía comunicarse con la Tierra de forma independiente. Cortaría el enlace sin dar explicaciones, por mucho que sus mensajes aparentaran cordura, y a toda prisa modificaría la órbita más allá del alcance de la minúscula cápsula de aquellos dos enemigos en potencia. No lanzaría ninguna de las cápsulas de suministro, y esperaría los seis meses para la ventana de regreso hacia la Tierra lo más tranquilo y seguro que pudiera. Ningún loco asesino vendría buscando su sangre desde la superficie de aquel planeta maldito que parecía mirarlo enfurecido desde las escotillas; incluso ahora, al parecer a salvo de su venganza, sentía cómo a unos escasos cientos de kilómetros bullía una presencia inmensa, inhumana, incomprensiblemente hostil, que alargaba a ciegas unos tentáculos inmateriales intentando alcanzarlo. Pero no lo encontraría, no podría encontrarle: era demasiado feroz, demasiado irracional, demasiado ciego, y él había descubierto su secreto.

Lo intuía desde semanas antes, desde que aquel planeta empezara a dibujarse en las escotillas como algo más que una diminuta lenteja anaranjada: allí abajo se escondía algo, algo que era Muerte y Desesperación. Se había estado sintiendo crecientemente incómodo sin llegar a saber qué le pasaba, y sus compañeros no parecían comprenderlo. Por fin miró a la cara roja de aquel Ser Cruel y se dio cuenta de lo que pasaba, de qué era lo que les estaba esperando, tendiendo sus lazos, ansioso por nuevas víctimas después de eones de soledad, y de por qué sólo él parecía sufrir con su presencia: sus compañeros habían caído ya bajo su influjo, eran sus cómplices; bajo las órdenes del Ser Rojo conspiraban para llevarle allí abajo, a algo mucho peor que la muerte, y él no podía permitir que eso sucediera.

Creyó al principio que Farman podía no ser un poseso de aquella bestia. Farman, siempre tan gentil, tan razonable, siempre intentando que se calmara, siempre con sus inyectables. Le siguió la corriente por unos días, hizo creer a él y a los otros que ya no podía notar a la Bestia, que iría como un dócil cordero al sacrificio. Engañó al Demonio, y a sus sirvientes; engañó a Farman, y le dio a probar su propia medicina en forma de sedantes. Encerrado en la esclusa pudo oír como llevaba a cabo su plan de liberación, ahora que el número de demonios se había reducido un poco. Como demonios lucharon: la lucha fue breve, pero feroz y desigual. Afortunadamente, había podido preparla de antemano, sembrando de herramientas, martillos, remachadoras, soldadores, rincones ocultos de la nave que sólo conocía él. Aún así, tuvo éxito de milagro, y de nada sirvió intentar salvar a Farman: era otro de ellos, no quiso escucharle.

Y reflexionaba ahora que su éxito había sido parcial, provisional. El Mal seguía allí abajo, esperando nuevas ofrendas. Algún día vendrían otros desde la Tierra, directos a sus fauces, y sabía que de nada iba a servir volver allí a prevenirles: nadie le creería, los tentáculos, la influencia, se debilitaban, sin duda, a tantos millones de kilómetros, pero no lo bastante para que el Demonio no pudiera todavía hacer sentir su poder, mentirles, embaucarles, apelar a su codicia, hacerles creer que aquí les esperaba una fabulosa recompensa científica, tal vez el futuro de la Humanidad, halagar su orgullo, decirles que ésta era la siguiente gesta a la medida del Hombre. Nadie le creería, pero si no podía convencerles, aún había una cosa que podía hacer.

Ahora veía claro que no se había salvado sólo por su propia fuerza. Algo le había ayudado, un poder, una influencia, que velaba por el Ser Humano igual que otros poderes ansiaban su derrota. Y le había salvado con una misión. Salvaría a la Humanidad, lo quisieran o no. Ninguna expedición a Marte se acercaría mientras él controlara el orbitador y pudiera constituir un riesgo. Y el se encargaría de que tuvieran ese riesgo bien presente. El tiempo que le duraran los suministros pensados para siete hombres él se quedaría aquí, como guardián, advirtiendo a través de las ondas del peligro, amenazando con la colisión con un millón de restos de basura espacial a quien osara franquear este espacio maldito. Con un poco de suerte, tal vez podría mantener a raya el peligro otros quince años, en beneficio de toda la raza humana.

Y con mucha, mucha suerte, tal vez mucho más tiempo, quién sabe si para siempre, si ésa era la misión para la que había sido elegido por aquella Fuerza Benevolente. Todo debía de estar previsto en algún lado, desde mucho antes de que ocurriera todo aquello, desde antes de que el avance tecnológico pusiera a la inocente humanidad en trance de conocer todo lo Malo, y todo lo Bueno, que acechaban entre las estrellas. ¿Un Guardián Inmortal, un Cerbero ante las puertas del Averno en eterna vigilia? ¿Una parte pequeña, tal vez, pero eterna, dentro de aquella eterna lucha entre el Bien y el Mal? ¿Por qué no? Tras todo aquello, qué fácil le resultaba creer en el poder de los astros, en las influencias que bullen en esferas etéreas, en las fuerzas en medio del espacio que dirimen el carácter y el destino de los mortales. Y ahora que su primera batalla había concluído, le embargaba una extraña paz, y de verdad podía decir que se sentía capaz de todo.


Epílogo:

En el centro [del escudo] estaba labrado Fobos (Miedo) inflexible, indescriptible, mirando atrás fijamente con ojos que brillaban con fuego. Su boca estaba llena de dientes en una hilera blanca, temible y desalentadora, y sobre su severa frente planea aterradora Eris (Discordia), que provoca la estampida de los hombres... Sobre el escudo estaban moldeados Proioxis (Persecución) y Palioxis (Fuga), y Homados (Tumulto), y Fobos (Pánico), y Androktasie (Masacre). También Eris (Discordia) y Cidoimos (Alboroto) se daban prisa alrededor, y terriblemente Ker (Destino).

Hesíodo, el Escudo de Heracles 139 y sig.


Aviso de Copyright: Todas las obras originales de Hesíodo se encuentran en dominio público. Esto es aplicable en todo el mundo debido a que falleció hace más de 100 años. (Nota de Wikipedia)

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