-He venido como me pediste, fraile. ¿A qué me haces subir a esta torre, qué tienes que decir que no puedas tratarlo en el patio de armas?
-Temo que lo sospecháis, señor. He sido testigo de vuestros actos, sé lo que anida tras de ellos, y no quería que nadie más que vos oyera lo que tengo que deciros. ¿Cómo habéis podido faltar a vuestro honor de esa manera? ¿No os instruyó vuestro padre, el difunto barón, que Dios tenga en su Gloria, en todas las costumbres de la Caballería? ¿No os inculqué yo, desde pequeño, el temor de Dios y el conocimiento de su creación, de la Lengua Sagrada, de todas las leyes naturales y humanas? ¡Caer vos en ese error nefando! Vuestro honor requiere una inmediata reparación, la salvación de vuestra alma, la más completa penitencia.
-Nada me inquieta mi alma. He vuelto de la Larga Guerra con una visión diáfana de los demonios que anidan en mi interior, y a ellos brindaré todo lo que tengo y lo que soy, seguro de ser recompensado. Y si mi honor me importa, es por orgullo, y por cautela. Mucho dependo de mi posición y de mi crédito para conseguir mis fines. Por ello mi honor debe quedar a salvo, y por eso mi cómplice ha muerto esta tarde.
-¡Bien merecido se lo tenía! ¡Que ese acto sea el primero de vuestra expiación, y desde ahora enmendad vuestros impulsos, llevad vuestra vida por el camino recto, yo os lo imploro y el Señor os lo demanda. Con él muerto, sólo yo sé lo ocurrido, y será para mí como secreto de confesión. Por vuestro honor, por el recuerdo de vuestro padre, por el afecto que tenéis a este viejo que os sentó sobre sus rodillas y os enseñó a rezar, debéis arrepentiros y dedicar desde ahora vuestra vida a la virtud.
-La virtud, viejo. La virtud de tus arrugas, de tus manos temblonas y tu voz desdentada que se encamina a la tumba sin haber visto más allá del horizonte que desde esta torre se divisa, llevado a la fosa sin haber gozado jamás de la vida, como un borrego atado toda su vida en el establo es llevado al sacrificio, dócil, confiado en una promesa sin pruebas. Yo sé que al final de mi camino me aguarda, igualmente, la tumba, pero no he de gustar su oscuro sabor de tierra húmeda, esa nada sin premio ni castigo, sin haber explorado hasta el último recoveco de los ocultos y llameantes laberintos de mis deseos, sin llevarme conmigo el recuerdo de mil visiones y delicias prohibidas; tan sólo he comenzado ahora a andar los primeras etapas de mi peregrinación. La vida sin ese objetivo se me hace fútil y sin sentido. No sacrificaré mi vida a tu visión de la virtud.
-Sacrificadla entonces al honor, vos que sois tan gran caballero. Habéis aprendido que el honor de un caballero vale más que su vida.
-Con más motivo, el honor de un caballero vale más que tu vida, viejo.
-¡Qué decís!
-Digo que no voy a desviarme de mi camino, y que con la muerte de esta mañana no hay más testigos que tú. Sé de tu fidelidad a mi casa, y no me inquietaría porque trascendiera lo de hoy. Pero a lo de hoy seguirán muchos otros pecados, que a ti, ya avisado, no podré ocultarte, y no creo que al final sea más fuerte tu fidelidad a tu virtud que la que le debes a mi casa. Prepárate, anciano, es una larga caída, y si te sirve de algo, sabe que siempre te tuve un tierno afecto, aunque menos que el que me embargaba por al pobre muchacho que hoy he matado en ese extraño accidente de caza. No te rebullas, o te haré daño.
-¡Señor, os lo suplico, dejadme vivir, dejadme que me arrepienta y me encomiende!
-Tú que me enseñaste el saber de los griegos y romanos, qué roma es ahora tu lógica y qué flacas tus creencias. Has dado claro testimonio de tu fe, hoy, en esta torre. Has hecho todo lo posible por convertir a un infiel, un pagano, a un apóstata, y vas a dar tu vida por ello. Si lo que crees es cierto, al Paraíso vas, ¡eres un mártir!. Si tengo razón yo, te va a dar lo mismo, y en ambos casos, sufrirás menos y acabaremos antes. Tengo mucho que hacer.
Nota:
Así acabó el primer día de crímenes del barón Gilles de Rais, Mariscal del Delfín de Francia, los primeros entre muchas maldades, de extraordinaria rareza y crueldad, que tuvieron lugar en sus dominos por largos años y difundieron una niebla de mal en la región. Cuando su caso fue juzgado tiempo después, fue imposible componer un listado completo de sus víctimas. La muerte de su primer efebo, y la de su viejo ayo y preceptor, quedaron hasta ahora en el olvido, rescatadas hoy de la oscuridad por el peculiar poder de un narrador de ficciones que juega a hacer creer que todo lo sabe. La respuesta a quién estaba más cierto en su discusión, y de quién eran más fundados los motivos, si del apóstata o del fraile, este falso narrador omnisciente admite no saberla, por lo que ruega a sus lectores que ellos mismos juzguen.
-Temo que lo sospecháis, señor. He sido testigo de vuestros actos, sé lo que anida tras de ellos, y no quería que nadie más que vos oyera lo que tengo que deciros. ¿Cómo habéis podido faltar a vuestro honor de esa manera? ¿No os instruyó vuestro padre, el difunto barón, que Dios tenga en su Gloria, en todas las costumbres de la Caballería? ¿No os inculqué yo, desde pequeño, el temor de Dios y el conocimiento de su creación, de la Lengua Sagrada, de todas las leyes naturales y humanas? ¡Caer vos en ese error nefando! Vuestro honor requiere una inmediata reparación, la salvación de vuestra alma, la más completa penitencia.
-Nada me inquieta mi alma. He vuelto de la Larga Guerra con una visión diáfana de los demonios que anidan en mi interior, y a ellos brindaré todo lo que tengo y lo que soy, seguro de ser recompensado. Y si mi honor me importa, es por orgullo, y por cautela. Mucho dependo de mi posición y de mi crédito para conseguir mis fines. Por ello mi honor debe quedar a salvo, y por eso mi cómplice ha muerto esta tarde.
-¡Bien merecido se lo tenía! ¡Que ese acto sea el primero de vuestra expiación, y desde ahora enmendad vuestros impulsos, llevad vuestra vida por el camino recto, yo os lo imploro y el Señor os lo demanda. Con él muerto, sólo yo sé lo ocurrido, y será para mí como secreto de confesión. Por vuestro honor, por el recuerdo de vuestro padre, por el afecto que tenéis a este viejo que os sentó sobre sus rodillas y os enseñó a rezar, debéis arrepentiros y dedicar desde ahora vuestra vida a la virtud.
-La virtud, viejo. La virtud de tus arrugas, de tus manos temblonas y tu voz desdentada que se encamina a la tumba sin haber visto más allá del horizonte que desde esta torre se divisa, llevado a la fosa sin haber gozado jamás de la vida, como un borrego atado toda su vida en el establo es llevado al sacrificio, dócil, confiado en una promesa sin pruebas. Yo sé que al final de mi camino me aguarda, igualmente, la tumba, pero no he de gustar su oscuro sabor de tierra húmeda, esa nada sin premio ni castigo, sin haber explorado hasta el último recoveco de los ocultos y llameantes laberintos de mis deseos, sin llevarme conmigo el recuerdo de mil visiones y delicias prohibidas; tan sólo he comenzado ahora a andar los primeras etapas de mi peregrinación. La vida sin ese objetivo se me hace fútil y sin sentido. No sacrificaré mi vida a tu visión de la virtud.
-Sacrificadla entonces al honor, vos que sois tan gran caballero. Habéis aprendido que el honor de un caballero vale más que su vida.
-Con más motivo, el honor de un caballero vale más que tu vida, viejo.
-¡Qué decís!
-Digo que no voy a desviarme de mi camino, y que con la muerte de esta mañana no hay más testigos que tú. Sé de tu fidelidad a mi casa, y no me inquietaría porque trascendiera lo de hoy. Pero a lo de hoy seguirán muchos otros pecados, que a ti, ya avisado, no podré ocultarte, y no creo que al final sea más fuerte tu fidelidad a tu virtud que la que le debes a mi casa. Prepárate, anciano, es una larga caída, y si te sirve de algo, sabe que siempre te tuve un tierno afecto, aunque menos que el que me embargaba por al pobre muchacho que hoy he matado en ese extraño accidente de caza. No te rebullas, o te haré daño.
-¡Señor, os lo suplico, dejadme vivir, dejadme que me arrepienta y me encomiende!
-Tú que me enseñaste el saber de los griegos y romanos, qué roma es ahora tu lógica y qué flacas tus creencias. Has dado claro testimonio de tu fe, hoy, en esta torre. Has hecho todo lo posible por convertir a un infiel, un pagano, a un apóstata, y vas a dar tu vida por ello. Si lo que crees es cierto, al Paraíso vas, ¡eres un mártir!. Si tengo razón yo, te va a dar lo mismo, y en ambos casos, sufrirás menos y acabaremos antes. Tengo mucho que hacer.
Nota:
Así acabó el primer día de crímenes del barón Gilles de Rais, Mariscal del Delfín de Francia, los primeros entre muchas maldades, de extraordinaria rareza y crueldad, que tuvieron lugar en sus dominos por largos años y difundieron una niebla de mal en la región. Cuando su caso fue juzgado tiempo después, fue imposible componer un listado completo de sus víctimas. La muerte de su primer efebo, y la de su viejo ayo y preceptor, quedaron hasta ahora en el olvido, rescatadas hoy de la oscuridad por el peculiar poder de un narrador de ficciones que juega a hacer creer que todo lo sabe. La respuesta a quién estaba más cierto en su discusión, y de quién eran más fundados los motivos, si del apóstata o del fraile, este falso narrador omnisciente admite no saberla, por lo que ruega a sus lectores que ellos mismos juzguen.
Etiquetas: Miedos
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