-Los antiguos atribuían a los astros poderes místicos sobre el carácter y el destino. Si se suponía que Marte podía ejercer su influjo sobre la gente de aquella época a cien, doscientos millones de kilómetros, ¿qué haría sobre nosotros, que estamos medio millón de veces más cerca, en órbita cercana?
-Tanta explicación no te salvará, maldito hijo de puta. ¡Ábreme para que pueda encargarme de ti! ¡Abre! ¡Abre! ¡Abreeee!
Los golpes con la botella de oxígeno de emergencia retumbaban imperiosos, amenazadores, sobre la puerta de la esclusa. No podría mantenerlo encerrado allí indefinidamente; abrir la puerta exterior al vacío no bastaría para expulsarle, pero recordaba que cuando había comenzado la lucha sólo llevaba ropa de interior. No tardó en decidirse: una vida o la otra.
Se hizo el silencio y paseó la vista por el habitáculo inferior, envuelto en la paz siniestra del campo después de la batalla. Siniestras burbujas flotantes de sangre revoloteaban ingrávidas sobre los tres muertos a golpes, cortes, tajos, quemaduras, a resultas de aquel paroxismo de furia que de repente se había abatido sobre toda la tripulación del Orbiter como una deflagración espontánea en un ambiente saturado de oxígeno. Tres, y él, cuatro, el único superviviente. El quinto miembro del equipo estaba muriendo en esos momentos por anoxia en el interior de la esclusa, el vacío sofocando sus gritos de ira, y eso que era Farman, el generalista de la nave, el más calmado al principio y el que más creyó que se avendría a razones. No se podía hacer nada al respecto.
Quedaban los dos tripulantes del aterrizador; a estas alturas ya se habrían posado en Marte y estarían extrañados de la falta de respuesta del módulo orbital. Si es que no se habían dejado llevar también por la locura durante el descenso, o se habían fundido en un terrible y aterrador homenaje con aquel Abismo que les aguardaba, el Dios Rojo de la Guerra que alteraba sus mentes. Tampoco importaba ya. El aterrizador no podía comunicarse con la Tierra de forma independiente. Cortaría el enlace sin dar explicaciones, por mucho que sus mensajes aparentaran cordura, y a toda prisa modificaría la órbita más allá del alcance de la minúscula cápsula de aquellos dos enemigos en potencia. No lanzaría ninguna de las cápsulas de suministro, y esperaría los seis meses para la ventana de regreso hacia la Tierra lo más tranquilo y seguro que pudiera. Ningún loco asesino vendría buscando su sangre desde la superficie de aquel planeta maldito que parecía mirarlo enfurecido desde las escotillas; incluso ahora, al parecer a salvo de su venganza, sentía cómo a unos escasos cientos de kilómetros bullía una presencia inmensa, inhumana, incomprensiblemente hostil, que alargaba a ciegas unos tentáculos inmateriales intentando alcanzarlo. Pero no lo encontraría, no podría encontrarle: era demasiado feroz, demasiado irracional, demasiado ciego, y él había descubierto su secreto.
Lo intuía desde semanas antes, desde que aquel planeta empezara a dibujarse en las escotillas como algo más que una diminuta lenteja anaranjada: allí abajo se escondía algo, algo que era Muerte y Desesperación. Se había estado sintiendo crecientemente incómodo sin llegar a saber qué le pasaba, y sus compañeros no parecían comprenderlo. Por fin miró a la cara roja de aquel Ser Cruel y se dio cuenta de lo que pasaba, de qué era lo que les estaba esperando, tendiendo sus lazos, ansioso por nuevas víctimas después de eones de soledad, y de por qué sólo él parecía sufrir con su presencia: sus compañeros habían caído ya bajo su influjo, eran sus cómplices; bajo las órdenes del Ser Rojo conspiraban para llevarle allí abajo, a algo mucho peor que la muerte, y él no podía permitir que eso sucediera.
Creyó al principio que Farman podía no ser un poseso de aquella bestia. Farman, siempre tan gentil, tan razonable, siempre intentando que se calmara, siempre con sus inyectables. Le siguió la corriente por unos días, hizo creer a él y a los otros que ya no podía notar a la Bestia, que iría como un dócil cordero al sacrificio. Engañó al Demonio, y a sus sirvientes; engañó a Farman, y le dio a probar su propia medicina en forma de sedantes. Encerrado en la esclusa pudo oír como llevaba a cabo su plan de liberación, ahora que el número de demonios se había reducido un poco. Como demonios lucharon: la lucha fue breve, pero feroz y desigual. Afortunadamente, había podido preparla de antemano, sembrando de herramientas, martillos, remachadoras, soldadores, rincones ocultos de la nave que sólo conocía él. Aún así, tuvo éxito de milagro, y de nada sirvió intentar salvar a Farman: era otro de ellos, no quiso escucharle.
Y reflexionaba ahora que su éxito había sido parcial, provisional. El Mal seguía allí abajo, esperando nuevas ofrendas. Algún día vendrían otros desde la Tierra, directos a sus fauces, y sabía que de nada iba a servir volver allí a prevenirles: nadie le creería, los tentáculos, la influencia, se debilitaban, sin duda, a tantos millones de kilómetros, pero no lo bastante para que el Demonio no pudiera todavía hacer sentir su poder, mentirles, embaucarles, apelar a su codicia, hacerles creer que aquí les esperaba una fabulosa recompensa científica, tal vez el futuro de la Humanidad, halagar su orgullo, decirles que ésta era la siguiente gesta a la medida del Hombre. Nadie le creería, pero si no podía convencerles, aún había una cosa que podía hacer.
Ahora veía claro que no se había salvado sólo por su propia fuerza. Algo le había ayudado, un poder, una influencia, que velaba por el Ser Humano igual que otros poderes ansiaban su derrota. Y le había salvado con una misión. Salvaría a la Humanidad, lo quisieran o no. Ninguna expedición a Marte se acercaría mientras él controlara el orbitador y pudiera constituir un riesgo. Y el se encargaría de que tuvieran ese riesgo bien presente. El tiempo que le duraran los suministros pensados para siete hombres él se quedaría aquí, como guardián, advirtiendo a través de las ondas del peligro, amenazando con la colisión con un millón de restos de basura espacial a quien osara franquear este espacio maldito. Con un poco de suerte, tal vez podría mantener a raya el peligro otros quince años, en beneficio de toda la raza humana.
Y con mucha, mucha suerte, tal vez mucho más tiempo, quién sabe si para siempre, si ésa era la misión para la que había sido elegido por aquella Fuerza Benevolente. Todo debía de estar previsto en algún lado, desde mucho antes de que ocurriera todo aquello, desde antes de que el avance tecnológico pusiera a la inocente humanidad en trance de conocer todo lo Malo, y todo lo Bueno, que acechaban entre las estrellas. ¿Un Guardián Inmortal, un Cerbero ante las puertas del Averno en eterna vigilia? ¿Una parte pequeña, tal vez, pero eterna, dentro de aquella eterna lucha entre el Bien y el Mal? ¿Por qué no? Tras todo aquello, qué fácil le resultaba creer en el poder de los astros, en las influencias que bullen en esferas etéreas, en las fuerzas en medio del espacio que dirimen el carácter y el destino de los mortales. Y ahora que su primera batalla había concluído, le embargaba una extraña paz, y de verdad podía decir que se sentía capaz de todo.
En el centro [del escudo] estaba labrado Fobos (Miedo) inflexible, indescriptible, mirando atrás fijamente con ojos que brillaban con fuego. Su boca estaba llena de dientes en una hilera blanca, temible y desalentadora, y sobre su severa frente planea aterradora Eris (Discordia), que provoca la estampida de los hombres... Sobre el escudo estaban moldeados Proioxis (Persecución) y Palioxis (Fuga), y Homados (Tumulto), y Fobos (Pánico), y Androktasie (Masacre). También Eris (Discordia) y Cidoimos (Alboroto) se daban prisa alrededor, y terriblemente Ker (Destino).
Hesíodo, el Escudo de Heracles 139 y sig.
Aviso de Copyright: Todas las obras originales de Hesíodo se encuentran en dominio público. Esto es aplicable en todo el mundo debido a que falleció hace más de 100 años. (Nota de Wikipedia)
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Describiré la obra: unos sujetos iban pasando por la consulta del psiquiatra: personajes ficticios de obras literarias famosas, salvo el último, que era Harpo Marx, o tal vez Milikito, sólo que el no encontrar a tiempo un buen cencerro con aptitudes escénicas me obligó a vestirlo de jeque árabe, así que en vez de hablar con el psiquiatra por mímica, el payaso mudo se expresaba en jamalajá. Mi venganza del hidalgo fue ignorarlo: el paciente en consulta era Sancho Panza, y ni siquiera el de Cervantes: era el Sancho de Kafka, aunque entonces yo no lo sabía.
Tampoco pudimos encontrar una calavera para Hamlet (y el caso es que tenía acceso a una, auténtica, de unos estudiantes de medicina, pero los muy guarros no la habían limpiado bien, y aún tenía pelos y cosas pegadas, y me prohibieron exhibirla en público), y recurrimos a un reloj despertador de los que ya no se encuentran ni en los chinos: grande, redondo, sonoro, arquetípico, con dos campanas hemiesféricas de lata y un martillito. Público y crítica coincidieron en decir que el tener al príncipe de Dinamarca haciendo el monólogo con un despertador en la mano fue, lo más cómico de la obra, el mayor detalle de ingenio, más incluso que poner a hacer de Sancho y de jeque a dos niños alemanes y a interpretar al príncipe de Dinamarca a uno que era de Torredonjimeno. Ingenio de tahúr, de chapucero; hijo de la necesidad y de las ganas de apañárselas, que es lo mismo que decía Sócrates del amor.
El caso es que nunca he vuelto a ver una esfera de reloj sin ver en ella los rasgos mondos y la sonrisa eterna de las postrimerías; fuera lo que fuera lo que realmente preocupaba a Hamlet, y lo que quiso decir Shakespeare cuando lo enfrentó a las miradas de lo que salía de las fosas comunes, no veo mayor símbolo del Final que un viejo despertador redondo, con agujas, analógicas, de un rostro, con un tic tac retumbante, como el de un corazón delator.
La Tierra, las estrellas, el Universo mismo; hasta lo que es demasiado durable para inquietarse por unas osamentas, debe escuchar ese tic tac con inquietud. Dicen que todas las cosas temen al Tiempo, pero hasta el mismo Tiempo teme a los relojes.
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Un espejo perfectamente oscuro.
0 Comments Published by Ignacio Egea on 01 enero 2007 at 11:58 p. m..En ninguno de los dos casos debía recibir esas señales que llevaban algún tiempo preocupándole. ¿Quién podría quedar por allí aparte él? Tal vez hubiera explicaciones más exóticas: ¿y si llevado de la interminable expansión, el Universo se había escindido en una miríada de microuniversos de pequeña extensión, que la luz y los mensajes podían circunnavegar en relativamente poco tiempo?
Pudiera ser entonces que esas escuetas señales faro fueran, no ya un eco, sino las mismas que él había emitido tiempo atrás. No recordaba que fueran exactamente así; tal vez su memoria se estaba alterando con las eras; o tal vez las mismas leyes de la naturaleza que regulaban la relación de causa y efecto habían cambiado, como se habían ido alterando tantas otras y no tenía recuerdo de ellas porque aún no habían sido emitidas. Tal vez hablaba consigo mismo del pasado, o del futuro, o con algún otro distinto a él cuya naturaleza no alcanzaba a concebir, porque, al fin y al cabo ¿sería su propia naturaleza comprensible a algún otro que aún quedara por ahí?
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Pero no siempre su seguridad está tan cuidadosamente diseñada.
Quién les iba a decir a aquellos ilusionados padres que cuando trajeron de un mercadillo aquel hermoso móvil para la cuna de su bebé, un hermosoventramado giratorio y destellante, festoneado de nubes de madera serrada, estrellas de latón y aguzadas lentejuelas de vidrio, que el enganche del techo cedería, que a su bebé aquel cielo artificial se le caería encima con la crueldad de un apocalipsis, que no lo podrían desclavar de su rostro sin dejar ensartados en las estrellas de latón ensangrentado los tiernos ojos del pequeño, como planetas arrancados de sus órbitas.
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Las raras veces que alguien entra allí y pasea su vista por los cien espejos estropeados y antiguos, nunca ve al niño del espejo, ni aún de pasada. El niño se esconde: una fuerza le obliga a ello cuando una presencia se acerca por el otro lado del cristal; no sabe bien si es un sexto sentido, la timidez, o la fatalidad de la fuerza de las cosas. El niño corre, se agacha, se aparta a un lado del campo visual.
Y cuando lo hace se cruza con los mayores, que corren a apostarse frente al cristal donde una presencia espera ver reflejada su imagen en el vidrio. El niño se agazapa, les hace sitio. Procura no estorbarles. El mismo impulso, la misma ley, el mismo destino les obliga a todos ellos. Nunca debe verse otro rostro excepto el esperado.
Al niño nadie lo espera, y sólo se atreve a asomarse a lo desierto. Los mismos reflejos mayores evitan hablarle las pocas veces se lo cruzan. Las estancias están siempre abandonadas. Excepto por el viejo, cada día más encogido y arrugado, que de vez en cuando recorre los salones cabizbajo, que casi nunca mira en los espejos, que espacia cada vez más sus visitas. A su reflejo, una pizca más atento que los demás, ninguno de los dos sabe por qué, una vez que se cruzaron le preguntó.
-¿Por qué yo no soy reflejo de nadie?
-Sí lo eres. No lo recuerdas porque entonces eras muy pequeño, pero una vez tú y yo nos asomamos juntos, a esa gran luna de allí. Recuerdo tu gran sonrisa desdentada de bebé; la mía era arrugada e hirsuta, pero mis ojos brillaban como nunca han vuelto a hacerlo. Pero eso fue hace mucho tiempo, y ese niño no ha vuelto por aquí.
-¿Y dónde está?
-No lo sé. Nadie lo sabe. Pero eso es lo normal, ¿sabes? Lo que le ha pasado a tu personaje le pasará también alguna vez al mío, no volverá a salir y yo, al pasar el tiempo, cuando me aburra, me entretendré en mirar las estancias vacías, los espejos poco transitados donde nos permite estar la fuerza de las cosas. Cuando eso pase, tú y yo tendremos más tiempo para hablar, no te preocupes. Y supongo que ese momento no puede tardar mucho. Ahora no te tomes a mal que los otros reflejos no te hagamos caso; estamos muy ocupados.
-Me gustaría volver a ver a mi otro yo; no me acuerdo de él. ¿Cuando tengas tiempo me ayudarás a buscarlo?
-¿Y dónde vas a buscarlo? No está allí, con los otros, no está aquí, ni en las habitaciones vacías donde puedes mirar. Oí una vez decir que tal vez vayan todos a una gran estancia donde no hay espejos, y se quedan allí para siempre. Pero, por definición, de la existencia de un lugar así no podremos estar seguros nunca. Tal vez, sencillamente, pasado un tiempo, desaparezcan. Pero me cuesta concebirlo, si nosotros no desaparecemos. Tal vez no sean reales, sólo imágenes que nos sirven de recordatorio de nuestras obligaciones, de los ritos que son nuestra razón de ser.
El niño del otro lado del espejo se estremeció: la no existencia estaba demasiado fuera de su capacidad de entendimiento para inquietarle, pero cuando pensaba en aquella hipotética sala sin espejos le venía una especie de vértigo: intentaba imaginar un lugar al que él no podría mirar nunca, donde los personajes moraban eternamente, sin salir de allí jamás, sin ser vistos: ni un solo espejo, ni una ventana al exterior, que permitiera un ocasional reflejo en sus hojas de vidrio, un lugar tal vez sumido en una completa, inconcebible oscuridad, o si no, donde todos ellos estarían con los ojos fuertemente cerrados, para siempre.
Porque hasta los iris de los ojos hacen espejos, y el niño, algunas veces, también se asoma allí.
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No vayas a una tierra cuya lengua es tan antigua como sus montañas chapurreando en una jerga bárbara. No contestes a las fórmulas de bienvenida de los hospitalarios herakliónidas con torpes respuestas de "Mí no comprende". No molestes a los lugareños con tus artilugios de plasmar imágenes, enarbolándonos imprudentemente en lugares consagrados desde antiguo. No te rías de las ancianas vengativas que viven en lo profundo de los bosquecillos, no regatees con ellas el precio de su hospitalidad y sus viandas. No te hagas el tonto por creerte más listo que ninguno e incurras en hybris. No te sirvas de esa frase ridícula de "Mí no dinero" a cada momento como un arma de tu falsa astucia. Y nunca tomes las pociones que te ofrezca una bruja, aunque parezcan vino.
No te quejes si sientes que tu cuerpo sufre una metamorfosis, ni te extrañes de que tus manos se troquen en pezuñas, tu clara piel en pellejo peludo, tu frente en la testuz de una bestia cornuda y tus partes traseras en las potentes ancas y largas colas que son privilegio de los mudos y arrojados hijos de Poseidón que a él se le destinan en sacrificio. No confíes en tu voz, que se habrá convertido en un bramido; no creas que cuando los antiguos devotos del dios te acorralen y se dispongan a someterte al antiguo ritual, podrás sacarlos del error en que los crees, y les podrás convencer de que eres un hombre, y forastero, sólo por hablarles.
Porque tu voz ya nunca más será humana, y no podrás hacerles entender que tú no eres un toro gritándoles la torpe frase que les hubieras dicho:
"Mí no tauro"
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Nunca les hago caso, porque sé que si lo hiciera estaría irremediablemente perdido. Tal vez ya lo estoy, pero mientras hay vida hay esperanza, y me aferro a ella. La Plaga que afectó a la totalidad de la especie humana por fin me ha alcanzado a mí, y sin duda debo estar como tantos otros millones de víctimas, tendido en una improvisada camilla o en el suelo, sumido en un profundo coma del que tal vez no salga nunca.
Conocí al Dr. Lipsitz al principio de la crisis. Era el mayor experto en el tema, y tuvo el dudoso honor de bautizar a la Plaga con su nombre. Veíamos a los afectados de Lipsismo hundirse en un sueño potencialmente eterno, del que la mayoría sólo salían cuando la muerte les pasaba factura por las innumerables patologías asociadas a una vida tan antinatural como es la de un paciente inconsciente durante años. Lipsitz nunca pudo identificar un elemento común entre los supervivientes. No físico, al menos.
-"Todos los lipsistas que han despertado del coma recuerdan haber soñado con complejos, minuciosos universos oníricos que continuamente reclamaban al durmiente la aceptación de que eran reales. Todos refieren haber tenido sueños lúcidos, haber mantenido siempre la conciencia de que dormían. ¿Puede ser ésa la clave, Sr. Neville? Tal vez la gente que se comporta así salga del coma por sus propios medios; tal vez sea nuestra única esperanza ahora que todo lo demás ha fracasado ¿Pero cómo puedo transmitir instrucciones a la poca población que aún queda en pie sobre unos principios tan anticientíficos, tan... tan esotéricos? ¿Puede un método así ser útil?"
Pobre Lipsitz; aún ignoro si su método era o no útil, si él, cuando llegó su turno, intentó aplicarlo. No lo vi despertar del coma. Recuerdo haberlo visto caído en un pasillo, uno más entre los millones de víctimas, cuando ya todo el sistema social y económico se había hundido y nadie
podía cuidar y alimentar a los durmientes. Yo fui uno de los últimos, corrí de un lado a otro aterrorizado siendo testigo del mismo fin del final de la Humanidad, y recuerdo las calles silenciosas, llenas de cuerpos entre los que no podías distinguir los vivos de los muertos.
Recuerdo haberme dejado vencer, al fin, por el sueño, y haber caído entre ellos. Recuerdo, o creo recordar, demasiadas cosas. Porque recuerdo haber tenido sueños extraños, pero arrebatadoramente reales, y no haber hecho caso de ellos, y creo recordar haber despertado, a una ciudad de edificios desiertos, y calles llenas de cadáveres, recorridas de noche por supervivientes grotescamente deformados por la plaga en cuerpo y mente.
Seres que me persiguen, que me acechan, que cada noche rodean mi hogar y me exhortan a que salga de mi madriguera, no para hacertme ningún daño, sino para que me una a ellos para tratar de reconstruir el mundo, para investigarme, para hallar la razón de que mi cuerpo no haya sido afectado por la plaga, para hallar una cura, para salvarlos. Gritan, suplican ante mi ventana, toda la noche.
"¡Sal, Neville, sal!"
Pero no puedo estar seguro de haber despertado. Este mundo, esos pobres desgraciados, se me hacen tan irreales como cualquiera otro de los sueños anteriores. Si me presto a colaborar con ellos, si salgo, estaré aceptando este mundo como real, aceptaré que he despertado y que ésta es la vida que me espera. Y puedo estar cayendo en una trampa que me tienden mis sueños.
O tal vez la trampa que me tienden mis sueños sea de otro estilo: esta incapacidad de aceptar un mundo que me disgusta como real, la trampa que me encierra en esta habitación una noche tras otra, entre insomnio, angustia, gritos y golpes en mi puerta. Insomnio, o tal vez delirio ¿Es esto la vigilia o es un sueño? ¿Es esto la vida, o estoy muerto, y mi cuerpo yace entre un millón más en una ciudad abandonada, y éste es mi castigo, o tal vez la prueba de mi juicio? No sé si lo sabré algún día, a veces me sorprende llevar tanto tiempo así. Tal vez ninguna decisión que tome cambie mi destino. Tal vez los que no sobreviven a la enfermedad se pierden en un sueño que para ellos no termina nunca, una percepción onírica infinitamente más larga que las horas o días que su cuerpo pueda mantenerse vivo, ahí fuera, en el mundo real.
Entretanto, me sigo atrincherando por las noches, y procuro pasar las largas horas que me quedan en este mundo de naturaleza incierta escribiendo sobre mí, unas memorias, un largo índice de todo lo que he vivido hasta ahora, ordenado, tan minucioso que me permita recordarlo todo, no dejarme llevar por el olvido de los sueños, para estudiar, sopesar, todos los indicios que me encuentre, y así, tal vez, algún día, alguna de las largas noches en que esas voces que creo oir me asedian, estar seguro de dónde estoy, de qué decisión tomar, porque lo único que veo claro ahora mismo es que si alguna vez sé algo con certeza, ese día seré libre.
"Soy libre" sería entonces un buen título. Mientras tanto, me conformaré con llamar a mis memorias: "Soy lipsista".
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Arrorro, rorro, rorro si eres malo y no te duermes
te llevará el coco de negra mano y dientes verdes
Fue malo; se soltó de su mano, se perdió de la vista. Se lo llevaron. Un día, un mes, un año esperando, ¿ha visto a este niño? ¿Se sabe algo?. El dolor no mengua con los años, la incertidumbre lo acrecienta. Antes rogaba, "Dios mío, que esté vivo"; ahora quiere saber, aunque sea, que han hallado su cuerpecito.
No volverá a verlo, lo sabe. La certeza a veces es dolor, a veces cicatriza. O cicatrizaría, si ella lo dejara. Si no siguiera recordando la cancioncilla que le decía. Se lo llevaron. Porque fue malo.
La magia es creer que unas palabras pueden determinar nuestros destinos. Incluso quien no lo crea, no puede negar que las palabras dichas pueden determinar, dominar sin descanso, la memoria del resto de nuestra vida, la memoria que puede ser dolor, remordimiento y culpa, y la marcan a fuego, la tiñen de negro de una forma brutal, acre, indeleble.
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-Crecen y van almacenando la polución del aire. La solución al efecto invernadero, supongo. ¿Sirven para algo más?
-El albedo. Cuando haya un número sustancial, su color blanquecino hará que baje la temperatura. Tal vez vuelvan las lluvias.
Los nuevos árboles de polímeros son del color del humo. Vistos desde el espacio, se unen a las notas dominantes de color del planeta: el azul del mar vacío, el pardo de las tierras abrasadas, el blanco y grisáceo de las nubes, del smog, de la ceniza y de los campos de esqueletos.
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Si miras a las paredes, en ocasiones ves muertos. La ciudad de Londres está salpicada de letreros azules fijados a las fachadas de las viviendas de época; se los tiene en cuenta hasta en los anuncios de alquileres. Indican quién vivió en tal o cual casa: Dickens, Rudyard Kipling, Winston Churchill, Beatrix Potter, Sir James Dewar, algún interminable apellido (Shalalalalala-un rayo de sol- oh-oh-oh) patronímico indostaní de un abogado y político ya reencarnado en sabe Dios qué, al que conocerán, sin duda, en su casa y en su tierra, tan lejanas. Todos toman el aire y el relente de Londres mirando el frío sol de la eternidad y recitando un poema silencioso que apenas podemos oir, del que sólo intuimos una palabra, "fuimos" del eterno mensaje del que nadie conoce el final, ni aún el principio.
Los letreros de Londres son formales, uniformes. Si inquietan, lo hacen en silencio. Y el verdín de sus paredes no parece diferente al de otras fachadas donde vivieron muertos sin su placa. De distinta naturaleza los he visto en España. He leído esquelas en memoria de poetisas en las que el patrocinador del texto y compañero de tertulia usurpaba el homenaje exponiendo una lista de sus propias obras que ocupaba un tercio del recuadro, porque quien paga manda. He reído los más agrios insultos póstumos dispuestos por el difunto en su legado como espectral corte de mangas de otro mundo. Y con todo lo macabros e inquietantes que pueden ser, en el particular arte de los rótulos indicadores del paso por aquellos muros de un difunto célebre, que en nuestro país son tan heterogéneos en formato y en estilo, la leyenda española debe mucho menos a Becquer que a Miguel Mihura.
Estilo aparte, tan dispar papel de los rótulos en una y otra isla [1] obedece también en buena parte a esa forma de vivir la muerte, tan patrimonial, tribal, grupal, de los meridionales y de los católicos, de la que el culto a los santos es a la vez síntoma y engrudo. Otras estirpes tienen sus antepasados. Nosotros tenemos nuestros muertos. Nuestros, casi siempre, como opuestos a los de los otros, como patrones protectores en batallas moabitas donde los respectivos dioses tribales miden la longitud y el vigor de sus fuerzas, o como patrimonios exclusivos, tesoros y galas de la raza, botines de guerra arrebatados al enemigo o aún con más saña, al hermano.
He oído historias de fantasmas asociadas a edificios que nadie que supiera un poco de historia o arquitectura admitiría que coincidieron en el tiempo o el espacio. Unos dirán que por una treta de promoción turística, la visión fantástica que me encalla en el ghetto del fandom me dice que el difunto protestaba por la usurpación, y el fantasma aullaba ante la fantasmada.
Fui testigo de la pugna hereditaria entre dos ramas de una familia por una casa solariega, en la que la parte perdedora, al tener que ceder la propiedad, se vengaba llevándose el mobiliario, las arañas del techo, los zócalos de taracea y hasta los clavos de la pared, y junto con los clavos, el rotulo que pendía de uno de ellos: "Aquí escribió Pedro Antonio de Alarcón su novela El Clavo, considerada la primera novela española de misterio". Todo ello, incluyendo "El clavo" lo instalaron en una casa cercana, y si hubiera habido fantasma de un señor con bigote y patillas igual hubiera ido en el camión de la mudanza, atado y amordazado como un señor de Canterville castizo, malquerido de Benavente, como el duende martinico que la leyenda hacía acompañar a una familia de casa en casa.
Y desde entonces los herederos cainitas eternizan la disputa añadiéndole nuevos agravios, más argumentos y legados usurpados: el secuestro del fantasma de Pedro Antonio de Alarcón a manos de sus deudos. El robo del clavo un poco a la usanza de aquella historia que contaba una vieja loca, tía mía, sobre que los rojos nos habían robado el título de nobleza una vez que unos milicianos entraron en el cortijo del nosequé y se lo llevaron de la pared donde estaba enmarcado. ¡Ay, la ruina de un ilustre apellido!
Del mismo estilo, patrimonial y de trinchera es el caso de la casa de Bélmez en la que dibujos fantasmales aparecen en el cemento basto y sin enlucir de la cocinilla. Basta y sin luz anécdota numinosa que pasó del esperpento a la opereta cuando mucho después, los propietarios de la vivienda original respondieron a la oferta de compra por parte del Ayuntamiento con una exigencia económica disparatada, y el Ayuntamiento, con envidiable sentido práctico [2] se limitó a comprar la casa limítrofe y con la ayuda de un experto ufólogo y parasitólogo contratado ad hoc lograron que muy pronto la nueva casa exhibiera apariciones teleplásticas mucho más nuevas y brillantes que las primigenias, e igual de auténticas. ¡Si estos hechos anómalos hubieran devenido culto con jerarquías y credos, las dos sedes apostólicas hubieran intercambiado notas de excomunión!
Por nuestras venas corre bilis y ectoplasma, somos un pueblo que persigue fantasmas, que sale a cazar ballenas blancas que intenta domeñar sin darse cuenta de que en la persecución y acecho va perdiendo la tierra real y firme, que poco a poco se va convirtiendo en siervo de una presa intangible que por mucho que se quiera aferrar huye y se escapa de entre los dedos como un fuego fatuo, como el aire frío que sopla en los osarios.
[1] Señores, ¡Iberia es una ínsula! Luis XIV, y a sus órdenes, un ingeniero llamado Riquet convirtieron nuestro impar rincón del mundo en una isla hace tres siglos, por razones estratégicas y comerciales: el Canal du Midi que une por agua Mediterráneo y Atlántico, magna obra de ingeniería hidráulica cuya existencia ignoramos por culpa de ese espíritu tan español de no querer darte por enterado de ningún hecho histórico que no puedas utilizar en contra de tu adversario político, aunque para una conspiración de silencio y ceguera de este calibre la razón pide a gritos un culpable particularmente maquiavélico y obstinado, así que es completamente obvio que han sido los otros)
[2] del PSOE, por cierto.
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