Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


La paz y una sonrisa.

El matón pasaba por la calle sin horas fijas, con su fiel pistola siempre en una mano. A su paso las aceras se iban quedando silenciosas. Cobraba las cuotas de protección, marcaba el territorio, hacía sentir su presencia. A veces disparaba al aire, o contra los escaparates de los comercios remolones en el pago. En esas ocasiones disparaba muchas veces, y todos nos encogíamos ante los estampidos. Peor era cuando sólo se oía un disparo; el silencio posterior rechinaba en siniestros ecos dentro de tu cabeza. Salías a la calle y te encontrabas un cuerpo tendido, un cabello revuelto y sucio apoyado en el suelo, tintado de rojo y gris, un charco que se extendía lentamente por toda la calle, que salpicaba los adoquines y a todo el que pasara, que nunca llegaba a manchar los zapatos pulidos del matón, que se iba alejando de allí con parsimonia, su fiel pistola humeante en una mano, terminada su ronda de cobranza de dinero y de sangre. No miraba atrás, y a sus espaldas dejaba a alguien llorando, y a a algún otro que insinuaba si todo esto no sería culpa nuestra, porque éramos poco generosos, porque no le dábamos todo lo que nos pedía. Que la paz vendría el día que pagáramos todos los plazos.

Quién sabe si ya el precio está pagado.

El coordinador vecinal pasea ahora por las mismas aceras, ahora tranquilas, con su nuevo uniforme. Recauda las nuevas contribuciones, ronda las nuevas fronteras que ya mucho antes nadie era tan insensato como para cruzar. Las manos en los bolsillos, nos mira y nos sonríe. Nosotros le devolvemos la sonrisa. Pasa por los comercios y cobra las cuotas voluntarias. Una mano recoge los sobres, la otra siempre en el bolsillo, acaricia ese bulto que no muestra. Se sienta tranquilo en los portales, mira por las ventanas. Se asoma a nuestro patio, la mano en el bolsillo. Llama a nuestra puerta. Le entregamos los sobres sonrientes. Él mira al interior de nuestra casa desde el umbral, y se acaricia el contenido del bolsillo mientras también sonríe. Le damos las gracias y se aleja, y procuramos nunca dejar de sonreir. Porque sigue teniendo escondida esa cosa, y si algún día volviera a enseñarla, volvería el llanto y los estampidos, y volvería a salir alguno que diría que la paz se ha roto sólo por culpa nuestra, porque no hemos hechos nuestros pagos, porque no hemos sido lo bastante amables, porque algún descuidado, o rencoroso, no ha limpiado lo bastante las manchas rojas de la calle y eso le enfada.

Porque el apoyo y la comprensión de la gente va y viene, pero esa cosa que guarda en el bolsillo le seguirá siendo siempre fiel.

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