Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


Punto de fuga.


Corriendo libre. La torre de apartamentos destaca bien visible entre los bulevares semirruinosos. Una explanada de gres cascado; bajos comerciales en desuso, tapiados de ladrillo y graffitti. Escalinatas ciclópeas de hormigón. Fuentes ornamentales secas y llenas de basura. Paredes rectas. Ángulos rectos de hormigón con humedades. Líneas rectas, de escuadra y cartabón, que se pierden en el infinito, que se concentran todas en un punto imaginario del horizonte, o dentro de la torre que es mi meta.

Líneas rectas. Largos muros desiertos, sin ventanas. Grandes espacios abiertos, diáfanos, minados por accesos y escaleras, por patios de luces que alumbran ningún sitio. Maceteros y parterres prefabricados, secos excepto de desperdicios. Una única vida vegetal, el moho omnipresente que florece en las humedades del cemento. Un desierto, un laberinto diseñado, que se vería glorioso en una mesa de dibujo. Grandes extensiones para andar, que no para vivir. Grandes escalinatas y desniveles para apreciar la perspectiva, el viaje silencioso de las líneas rectas hacia el punto de fuga. Un monumento ciclópeo y místico a la mayor gloria de un arquitecto famoso, abandonado en el desierto urbano como un coloso de los faraones enterrado en la arena. La arena sustituida por el moho, la basura, las bolsas de panchitos y los grafitis. La arena emulada por el olvido. Olvido de los hombres que murieron al pie de las pirámides, de la gente que se vio obligada a vivir en este laberinto y no pudo. Un laberinto que parecía un edén artificial desde lo alto.

La vida vista desde el aire. El conjunto residencial lucía, espléndido, en la interpretación artística. Esa simplicidad, esa rotundidad de conceptos. El concepto de que el aire puede ser encauzado. De que la vida puede ser resuelta por la ciencia. Planificación. Un diseñador maestro sabe, y puede, disponer lo que es mejor para las masas. Imprevistos en el diseño. Los hombrecillos minúsculos obligados a vivir en una maqueta, que se van reduciendo de tamaño. Las escalinatas no pueden ser subidas ni bajadas por ancianos. Yo las salto. Esos abismos súbitos, cortados a regla, alarman a los padres. Yo los trepo. Un hogar para los hombres que resultó ser un aparcamiento subtérráneo. Con pasillos interminables de cien puertas iguales, de diez mil familias igualadas en la desesperación, que la uniformidad oscurecía, y el vandalismo de los alienados que destrozaban las bombillas. En un rincón de un cubículo como éste se fue hundiendo un hombre fuerte en la ñoñería. Sus manos amasaron la tierra, duras y vigorosas. De mis recuerdos más tempranos sólo me queda que temblaban. Sustituidas por máquinas incansables y que no lloran al ser sustituidas, aparcado aquí, esperando el desguace, sollozando quedamente en la sombra mientras mi padre trabajaba en una lejana chimenea, y mi madre iba, muy lejos, a comprar, y yo corría por los pasillos jugando a que no me asustaba la oscuridad ni los gritos que salían de otras puertas, y un poco más crecido rompía las pocas bombillas que quedaban. Jugaba a que no me asustaba la oscuridad, seguía jugando.


Pespectiva inversa. No había tiendas, ni comercios adecuados, aunque estaban previstos. Mi madre salía a comprar y tardaba horas. La lejana chimenea de mi padre ya no punza el horizonte: su humo sigue cayendo como una lluvia oscura. Las manos de mi padre estaban sucias de aceite oscuro como la lluvia. Fueron enviadas a esperar el desguace, en el mismo cubículo sombrío, a temblar en la pena, aparcadas por una máquina pintada de verde: más moderna, más inteligente, más rentable y más cordial. Además, reciclable. Mi madre no puede subir las escaleras con el carrito de la compra. La simetría engañosa de las líneas rectas, que se ven igual de cortas vayan hacia arriba o hacia abajo. Las hermosas y frías líneas de tinta sobre un plano. Bellas construcciones de luz en un monitor. Mis manos se manchaban de tinta aprendiendo mi oficio: éramos veinte en la academia. Un moderno programa de diseño rinde por veinte delineantes. Un solo par de manos se mancha de tinta cuando cambia el tóner.

Punto de fuga. Me agazapo sobre un podio cuando preparo el siguiente salto. El yeso cubre y lija las manchas de tóner de mis manos: tuve suerte. Veo las nuevas líneas, construidas de luz en la pantalla. Cambio y roto, y hago girar, los muros virtuales. Los puntales y las fachadas se arquean al ritmo de los nuevos materiales. Las nuevas líneas ya no son rectas, pero la misma ceguera alumbra bajo los píxeles. Me es indiferente. Las líneas antiguas se descasacarillan a la intemperie. Mis manos se erosionan con el roce, pero todo lo vivo cicatriza. Ya no dibujo líneas rectas, ahora las salto, las piso, vuelo sobre ellas.

Parkour. El objetivo es llegar de un punto a otro en línea recta. Al centro del laberinto. De aquí a la torre de apartamentos hay varios kilómetros de muros y escaleras. De patios de luces y de podios. De pasarelas desvaídas y monumentos mudos y masivos. Trepar, saltar, flexionarse, aferrarse y dejarse caer. Vuelo entre dos fachadas cercanas. Preparo con cuidado los tobillos. Sigo avanzando con cuidado, aunque nadie lo diría. Saltos aparentemente suicidas: vuelo controlado, la disciplina endurece las piernas que la gravedad quiere quebrar. No olvidar nunca que la simetría es engañosa. Un juego, un deporte. Un modo de pensar. Una huída. Un viaje hasta un lugar imaginario en el borde del horizonte. Y a otro horizonte, el día siguiente. Sin rodeos de ningún tipo, endureciéndome con los obstáculos. Todo el mundo sabe que la línea recta es el camino más corto entre dos puntos. Los que la ven dibujada en una mesa tienden a olvidar que también es el más duro, el más difícil.

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