“Vamos, vamos Predator
yo te quiero dar
mi amor por tus colores
y tus ganas de luchar”
Se abrió la puerta del ascensor, y salió la vecina del segundo, la del Alzheimer. La chacha ecuatoriana la llevaba resignadamente de la mano mientras la anciana se resistía al avance en direcciones aleatorias con la testarudez de los niños y tropezaba con los escalones que las nubes de sus ojos le ocultaban, todo ello entonando con voz de misa de siete aquella cantinela grotesca de barra brava que había servido para promocionar una más de tantas películas de sangre durante la retransmisión televisiva del Barcelona-Madrid del sábado.
Ya en otras ocasiones me habían llegado por el patio de luces sus versiones desfallecientes de Antonio Machín, de Manolo Escobar, Heidi, Marco, Vickie el vikingo, y hasta de Paco Ibáñez; gustos musicales aparte, no me chocó entonces esa memoria tan notable en una enferma, recitando a la perfección piezas asombrosamente largas, angelitos negros y coplas a la muerte de su padre completas; la memoria lejana de los ancianos es legendaria, aún de los seniles. Pero no era ése el caso en la cantinela de Predator, que había tenido que aprender muy recientemente mientras seguramente dormitaba a la luz de los rayos catódicos y miraba sin ver las figuritas de colores que corrían por la pantalla.
En el camino al trabajo seguía pesándome la imagen, y no pude evitar recordar una anécdota de la que fui actor, pero de la que no guardo más recuerdo que el relato de los testigos: aquella vez que saliendo de quirófano después de una peritonitis que casi me costó la vida me dio por cantar todavía inconsciente. Ninguna serie televisiva de ambiente hospitalario se atreverá jamás a llevar a la pantalla aquella escena pintoresca de un treintaañero corpulento que, mientras es llevado en camilla a reanimación, demacrado, abierto en canal y cosido en veinte puntos de sutura, ameniza el recorrido por los pasillos del hospital cantando “Dale caña a tu cuerpo Macarena” con su hermosa voz de baritono algo cascada por la abrasión de los tubos en la garganta.
El concepto de memes nunca me pareció más que un punto de vista muy antropomorfo para explicar fenómenos bien conocidos, como lo del gen egoísta, o la memez de Gaia: otra imagen ingeniosa que se convirtió en dogma de fe del pensamiento débil una vez fue llevada más allá de su original propósito didáctico. Pero en el autobús me llevó hasta la náusea existencial la imagen recurrente de nuestra especie vista como un ganado infantil, senil, ciego, y sordo; al mismo tiempo testarudo y dócil, como siempre es el ganado; un anfitrión anestesiado en cuyo interior Paco Ibáñez y Macarena luchan a zarpazos por la supervivencia apretujados en Legión con el Corán, el Esperanto, la etiqueta en la mesa y los chistes de Lepe. Demonios, aliens, ectoplasmas de la cultura que nos someten a servidumbre, y al mismo tiempo nos hacen lo que somos. El soplo divino, el monolito que escogió a un animalillo curioso de las llanuras y le entregó el mundo a cambio del noventa por ciento de su alma, con opciones al diez por cien restante pagadero en cómodos plazos de aceptación sin crítica.
Está el rebaño con el ciento por ciento ocupado: los poseídos por un demonio sin cara que lanzan un avión contra ventanas llenas de rostros que les miran, los pobres aliens nacidos por error en el cuerpo de un adolescente que se masturban en Klingon, los inquisidores de la herejía teológica, política, estética. Las palizas al que lleva otro jersey, otro peinado. El odio por sutilezas que más anima al que menos las entiende. El que vive más la vida del papel couché que la propia, y convierte en sus únicos vecinos y parientes a las sombras chillonas que viven en la casa de putas que regenta Mercedes Milá.
Estamos los que aspiramos a una ilusión de libertad reservando un pequeño jardín en el diez por ciento que de todas maneras no podemos dejar vacío, y lo vamos poblando con nuestras propias creaciones, que se convierten en nuestros amigos imaginarios, en nuestros propios paisajes, nuestras mascotas. Y sin olvidarnos de dejar un hueco a los Invitados, las sombras de otros jardines más vastos, que siendo lo que son, espíritus, tal vez en otros jardines peor cuidados se hayan convertido en potestades y se hayan apropiado la cabeza de pobres diablos como los que hoy rezan en élfico, o los que en el pasado se batían a primera sangre por un quítame allá esa rima y se suicidaban por romanticismo. No se les puede culpar por ello; la tentación de hacernos la vida más sencilla buscando un amo a quién servir siempre estará presente.
Pero los mismos seres intangibles que pueden ser demonios o tiranos pueden ser aliados, fieles compañeros de una vida. Pueden abrirte paisajes que abarcan más allá de lo que nunca dibujaste en tus mapas. Amigos que nunca te abandonarán; ejemplo y consejo, si se lo pides. Un escudo y una armadura, un arco y flechas para abatir serpientes, una linterna para la oscuridad, un guía a través de selvas umbrías y círculos infernales. Aliados, amigos, abogados de tu libertad, espíritus tutelares: ángeles custodios.
La tonadilla del aserejé se arrojó sobre mí desde el hilo musical del autobús. Intenté conjurarla con Brahms, difícil de tararear, un esfuerzo inútil. Recurrí entonces a los pocos fragmentos que atesoro en mi recuerdo del otro poema de los dones y empecé a recitarlos como un mantra, como una letanía, como una petición de ayuda a mis ángeles tutelares. Y di gracias por la razón, que no cesará de soñar con un plano del laberinto, por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises, por el mar, que es un desierto resplandeciente y un epitafio de los vikingos, por el oro, que relumbra en los versos, por el épico invierno, por el nombre de un libro que no he leído, por el último día de Sócrates.
Etiquetas: Trasuntos
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