De donde procede la luz.
De donde procede la luz.">0 Comments Published by Ignacio Egea on 09 febrero 2006 at 11:14 a. m..
"Atala", pintura de Richard Franklin.
-Tiene usted un coágulo linfático en una zona muy delicada del cerebro, relacionada con la visión, la memoria, y la respiración involuntaria. Vamos a operar de urgencia, pero es muy, muy peligroso.
-Puede ser por eso que todo lo que veo me parece tan brillante, tan hermoso, como iluminado por una luz especial, como único en el Universo. Y también, cada instante que pasa, incluso en esta cama, en esta sala que debería ser tan poco atractiva, me parecen momentos dorados, maravillosos, irrepetibles. Es curioso, pero tan, no sabría cómo llamarlo, inefable...
-Me alegro que al menos eso le sirva para tomárselo bien. Ya le he dicho que es una operación muy peligrosa. Vamos a anestesiarle.
Soñé que moría. He despertado esta mañana a las nueve pasadas. Acabo de llegar al trabajo, haciéndome el enfermo. Escribo todo esto y evoco aquel extraño sueño de mi muerte, del que me desperté tan reconfortado. Porque era verdad: las imágenes eran extrañamente coloridas y brillantes. Las caras del personal que me atendía eran vívidas, detalladas. Recuerdo la sonrisa que me dedicó una chica mientras me ponía la mascarilla. Joven, veintipocos, ni guapa ni fea. Pero viva como muy pocos sueños: recuerdo las imperfecciones de sus dientes, unos pequeños restos de piel seca en las comisuras de sus labios. Los poros, las manchas, el vello casi invisible de su rostro, que, como en la vida real, no la afeaban como afean vistos en una foto o en el cine. Sus pestañas, sus cejas. Sus ojos verde pistacho de gitana, que creí ver que también sonreían. Morí, me desperté tranquilo.
Y he pensado en mi sueño en el camino. En esos colores que soñé que veía y que hasta en el sueño me sorprendían, que no puedo describir, pero recuerdo intactos. Y he recordado también muchas muertes narradas en la ficción. Las alegorías cristianas excesivas en el final del mundo de Narnia, ese tránsito de los protagonistas, y de todos los figurantes animales, a un mundo más verdadero, que es la Muerte, con las cosas iguales que en el nuestro o en la Narnia extinguida, pero más bellas, más nuevas, siempre vivas. Y me pregunto si el brillo está en el sueño, o es sólo un rastro de lo que vendrá, que he venido creyendo oscuro y sin historia, como el sopor que provoca la anestesia. Y seguiré preguntándome, porque ese color está grabado en mi mente, más tanible que despertar con una rosa en la mano, y ahora me inquietan los colores más brillantes de mis sueños, y me inquietan aún más de lo que suelen, las punzantes sensaciones que me agitan, el dolor gozoso que bautizaron como Stendhal, que se apodera de mí cuando me enfrento, a manifestaciones imprevistas de las obras de arte más sublimes, o a la belleza de las rosas hace muchos años, cuando los primeros rayos del sol hacían brillar las cumbres de Sierra Nevada, y yo veía tan lejana la forma de la rosa, y tan terrible, como el blanco fulgor del pico del Veleta, y me volvía a embargar aquel dolor que añoro, que busco con ansia, a mi pesar, que atravesaba mi alma de lado a lado como el frío viento del alba, tan punzante como las espinas de las rosas que jalonaban mi paso y despedían cuando me recogía al amanecer y mi camino me llevaba, tan tarde, o tan temprano, por los jardines de Fuentenueva una mañana de ayer, de hace ya mucho tiempo, por un paisaje brillante que no olvido.
-Puede ser por eso que todo lo que veo me parece tan brillante, tan hermoso, como iluminado por una luz especial, como único en el Universo. Y también, cada instante que pasa, incluso en esta cama, en esta sala que debería ser tan poco atractiva, me parecen momentos dorados, maravillosos, irrepetibles. Es curioso, pero tan, no sabría cómo llamarlo, inefable...
-Me alegro que al menos eso le sirva para tomárselo bien. Ya le he dicho que es una operación muy peligrosa. Vamos a anestesiarle.
Soñé que moría. He despertado esta mañana a las nueve pasadas. Acabo de llegar al trabajo, haciéndome el enfermo. Escribo todo esto y evoco aquel extraño sueño de mi muerte, del que me desperté tan reconfortado. Porque era verdad: las imágenes eran extrañamente coloridas y brillantes. Las caras del personal que me atendía eran vívidas, detalladas. Recuerdo la sonrisa que me dedicó una chica mientras me ponía la mascarilla. Joven, veintipocos, ni guapa ni fea. Pero viva como muy pocos sueños: recuerdo las imperfecciones de sus dientes, unos pequeños restos de piel seca en las comisuras de sus labios. Los poros, las manchas, el vello casi invisible de su rostro, que, como en la vida real, no la afeaban como afean vistos en una foto o en el cine. Sus pestañas, sus cejas. Sus ojos verde pistacho de gitana, que creí ver que también sonreían. Morí, me desperté tranquilo.
Y he pensado en mi sueño en el camino. En esos colores que soñé que veía y que hasta en el sueño me sorprendían, que no puedo describir, pero recuerdo intactos. Y he recordado también muchas muertes narradas en la ficción. Las alegorías cristianas excesivas en el final del mundo de Narnia, ese tránsito de los protagonistas, y de todos los figurantes animales, a un mundo más verdadero, que es la Muerte, con las cosas iguales que en el nuestro o en la Narnia extinguida, pero más bellas, más nuevas, siempre vivas. Y me pregunto si el brillo está en el sueño, o es sólo un rastro de lo que vendrá, que he venido creyendo oscuro y sin historia, como el sopor que provoca la anestesia. Y seguiré preguntándome, porque ese color está grabado en mi mente, más tanible que despertar con una rosa en la mano, y ahora me inquietan los colores más brillantes de mis sueños, y me inquietan aún más de lo que suelen, las punzantes sensaciones que me agitan, el dolor gozoso que bautizaron como Stendhal, que se apodera de mí cuando me enfrento, a manifestaciones imprevistas de las obras de arte más sublimes, o a la belleza de las rosas hace muchos años, cuando los primeros rayos del sol hacían brillar las cumbres de Sierra Nevada, y yo veía tan lejana la forma de la rosa, y tan terrible, como el blanco fulgor del pico del Veleta, y me volvía a embargar aquel dolor que añoro, que busco con ansia, a mi pesar, que atravesaba mi alma de lado a lado como el frío viento del alba, tan punzante como las espinas de las rosas que jalonaban mi paso y despedían cuando me recogía al amanecer y mi camino me llevaba, tan tarde, o tan temprano, por los jardines de Fuentenueva una mañana de ayer, de hace ya mucho tiempo, por un paisaje brillante que no olvido.
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