Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


Si el agua arrastra lejos tu bebida, mueres de ser.



Las playas y los puertos, fronteras entre mundos en eterna pugna, entre los ejércitos enfrentados del agua y de la arena. Puntos de partida de los largos viajes en lo Antiguo, de su cualidad de frontera entre dos mundos, de campo de batalla, irreal, en una ribera indecisa, ahora participan también los aeropuertos, esa tierra de nadie entre el hogar y el cielo, entre lo familiar y lo lejano, entre lo misterioso y lo más necio y anodino de la vida.

Corredores interminables al paso del hilo musical, acequias de viajeros, maletas que flotan y que ruedan, arrastradas por la corriente. Cambio de luna, al borde de la orilla entre julio y agosto una marea humana se desboca sobre los farallones de la terminal. Camisetas, pantalones cortos, bolsas de mano con bronceador. Botellas de Perrier. Olas que van, que se cruzan con las olas que vienen bronceadas. Sudor y Coppertone. Flujos apenas controlados que atraviesan los controles de seguridad y las puertas de acceso, que se derraman por los fingers como chorros a presión de una compuerta. Naves cisterna, cilindros de metal ligero que contienen, que envasan, que trasportan la marea humana por el mar sin olas de las nubes. Latas de Acuarius.

Mi avión se había quedado encallado en algún lugar entre dos tour-operadores; yo tomaba el sol en el espigón de vidrio y hormigón de la terminal, mientras dosificaba mis magras provisiones de náufrago, el almuerzo de cortesía con que nos obsequiaba la compañía de bajo coste a cambio de hacernos perder la marea, de llegar el primer día de nuestras vacaciones en la madrugada del segundo, cansados y gruñones, nuestras gafas oscuras sedientas de sol tapando piadosamente las legañas, temblando irritadas ante los primeros rosados del astro del alba. Mis compañeros de vuelo se habían adueñado de las mesas de la estrecha cafetería enarbolando sus vales canjeables, marcando su espacio e imponiéndose los unos a los otros sus fronteras como un enjmabre de vociferantes leones marinos en una ribera pedregosa. Una mesa simple, apenas mayor que una banqueta. Un espacio apenas conservado, pero mío. Y una mujer buscando mesa con los ojos, sin vale en la mano, sola y en silencio. Y una mesa que podía ser de dos, y un gesto invitándola.

Camisetas playeras. Falsos lacostes de cocodrilos de ojos rasgados. Deportivas con luces de posición y gorra de beisbol en un niño. Bermudas abultadas con el móvil. La espera que devora los vales canjeables por comida. Libros que se abren, mi Palm Zire, móviles con juegos, ningún ordenador portátil en aquel vuelo de turistas. Ella no es de mi vuelo: abre uno. Modosa. Escribe con dos dedos, ágilmente. Treinta o cuarenta por cumplir, indefinidos, poco arreglada o friolera. Jersei fino de hilo, de cuello vuelto. Falda rancia, lisa. Sin evidencias externas de crucifijo. Etiqueta de monja, provisional. El lap-top suspende el diagnóstico. Opus Dei, tal vez. La Obra es una orden de frailes con agenda, sus cílicios son los calcetines de ejecutivo. Sus mujeres son otra cosa, no se las ve con un ordenador portátil, llevan a cuestas la cruz de cuatro o cinco angelitos llorones.

Pepito Piscinas de los veranos del año 2000, el Terminator ligón de aeropuertos desactiva, por el momento, sus scanners. No hay presa para el cazador; no se puede comer lo que no está en las listas clasificado como puro, lo que ni siquiera aparece en las listas, tal vez venenoso como algún fabuloso animal de otro mundo hecho con piezas sueltas de unicornio, de virgen, de hechicera, de yogur caducado. Pero el naturalista quiere clasificar al nuevo fósil, la batería de la Palm está baja, el turista se aburre: una pregunta sobre el uso del enchufe más próximo para recargar la batería, dos o tres ociosidades más que ella no rehuye, saco el termo del té, que también se enchufa si se quiere: detalle de sofisticación de tienda de todo a 100 que siempre da para hablar.

Serví té, y hablamos. Ni monja ni del Opus. Beata, tal vez, y si virgen, no de ojos. Una organización aproximadamente misionera. Cooperante en un desierto cuarteado dos años de su vida, los dos últimos de la vida de tantos. Guerra, hambre, peste, muerte. Las minucias de costumbre. El pequeño apocalipsis cotidiano que ocurre a un millón de años luz de nuestras cosas, a diez siglos por detrás de nuestra era, a unas escasas seis horas de aeroplano, a treinta minutos de telediario de una tranquila y truculenta sobremesa, un día cualquiera de una dormida tarde de verano. Una plaga acabó casi totalmente con la pequeña comunidad que la acogía: los medios fueron siempre pocos, los socorros de emergencia siempre por debajo de unas previsiones menguantes, al final no llegaron. Una gran tragedia fue el remate final, la última gota.

-No tenía sentido quedarme allí, al final murieron todos. ¿Empezar en otro sitio? No pude más. Me vengo a casa a descansar; pero hasta que no cruce su puerta, no sabré si mi casa se quedó allí. La lógica dice que tanto vale una vida como otra, pero no es verdad. Conocía sus nombres, entendía su dialecto. Me hablaban con cariño. Aquellos eran mi gente; los demás, estadísticas. Y ya no queda ninguno. Fue tan brusco, tan inesperado. A ellos también se los llevó el Tsunami."


No la quise interrumpir, pero algo rechinaba. Sus historias de sequía, de sed, de hambruna. De cadáveres secados por el sol, de pozos mustios. No lograba identificar aquello con el Sudeste Asiático, con la ola imparable retransimitida por satélite que arrastraba chozas, bungalows y vegetación tropical, que arrancaba vidas y palmeras. Ella entendió mi expresión, y sonrió natural, naturalmente triste, y me siguió explicando.


-Es una forma de hablar, naturalmente. Así me lo digo yo, a veces se me escapa. Entiéndeme, el Tsunami pasó dónde pasó, y aunque tuve pocas noticas, fue, lo sé, algo terrible. Pero se llevó a los míos con tanta fuerza como ahogó a esos cientos de miles de pobrecillos. Si el agua arrastra lejos tu bebida, mueres de sed. Teníamos unos socorros prometidos, y fueron, en su totalidad, desviados a Asia. La gran tragedia que estaba en las mentes y en las televisiones de todo el mundo. El gran esfuerzo caritativo, prioritario. Nuestra situación era grave; sin ayuda, perdimos la batalla definitivamente. Un virus fue el final; tal vez fue el hambre.

-Lo siento. Tienes toda la razón, no es justo.

-No, no he dicho eso. Lo contrario tampoco hubiera sido justo, nada lo es. Las organizaciones que manejan esto, empezando por las grandes Agencias internacionales, los gobiernos, hacen más o menos lo que les manda la opinión pública, lo que saben que va a ser bien acogido por la gente que, al final, pone el dinero. Se pretende que, para otra vez, también lo pongan; hay que tener al cliente satisfecho. No les culpo. La gente siente más la tragedia que ve, que conoce. Primero, tu familia, tus amigos, tus vecinos, los que podrían haber sido tú. Cada vez más lejos de la vista, disminuyen de tamaño. Los problemas del otro lado del mundo los tapa el horizonte, sólo se ven pequeños detalles que sobresalen, y se ven muy pequeños. Los medios bombardeaban a un montón de gente más o menos buena, normal, que son como son, con el Tsunami. El tsunami les importaba un poco, sólo un poco, no mucho. Nadie, tan lejos, lloró. Ni ellos, ni tú, ni yo. No podemos sentirnos superiores.

"Tú lllorarás por tus seres queridos, y a mí ya no me quedan lágrimas para llorar por tantos. En los nuestros derramaremos lágrimas y esfuerzos; los lejanos son meras cifras. Cifras de cinco ceros en Asia, de un mísero par donde mi gente. Eran gente, y ya son cifras, ceros que se pierden en las columnas de una contabilidad que empezó con el mundo; unas negras y flacas letras de tinta de un recorte de periódico no muy destacado, en una biblioteca que amenaza con desbordar sus muros, de hundir en muerte sus estanterías. Unas cifras que son para ti como cualquiera otra, y entiendo que es lógico, pero que para mí no eran eso, porque tenían nombres, manos, pies, voz y sonrisa. Ojos que se fijaban en mí cuando me hablaban. Ojos que sigo viendo cuando cierro los míos, ojos que sigo sintiendo que me miran.

Etiquetas:

0 Responses to “Si el agua arrastra lejos tu bebida, mueres de ser.”

Publicar un comentario



© 2006 Terra Incognita | Blogger Templates by GeckoandFly.
No part of the content or the blog may be reproduced without prior written permission.
Learn how to make money online | First Aid and Health Information at Medical Health