Desde la atalaya al borde del abismo veo caer cascadas de agua al
infinito; con ella caen algas flotantes y restos de naufragios, y
bancos completos de diminutos peces plateados arrastrados por la
corriente imparable. Tan inmensas son las proporciones del marco
apocalíptico, de esta barahúnda interminable de un océano que se
vacía, de un mundo que se extingue, que tardo un rato en darme cuenta
de que los diminutos peces plateados que veo caer son manadas completas
de delfines, tal vez los mismos delfines que han sido mis compañeros y
heraldos en el viaje en el que he empleado toda mi vida, desde las
tranquilas aguas del mar interior, desde el cual el Confín del Mundo
sólo parecía un mito del que muchos discrepaban.
No es sólo el agua lo que ha perdido la virtud que le evitaba
desplomarse al abismo. Desde mi punto de observación veo desgajarse
poco a poco las rocas de esta peña. Dice el Viejo de la Montaña que
es también un fenómeno reciente, y que sin él y las nuevas
corrientes que se han generado, tal vez no hubiera podido llegar con mi
barco hasta este Confín, el primer hombre en tanto tiempo que ni
siquiera un inmortal como el Viejo recuerda la última vez con certeza.
En todo caso, sin duda no habra un nuevo peregrino. La cascada se ha
desatado de repente, y los mares y las tierras se van perdiendo por el
abismo. Según el Viejo recuerda, estaba predicho que ocurriría, pero
si esto señala el Fin del Mundo o sólo un gran cambio, en el que
el Universo adopte una nueva forma y nuevos dioses sucedan a los
antiguos, él no lo sabe.
Una nueva pregunta sin respuesta para mí, que llegué aquí buscando
ese ser inmortal de la leyenda que lo sabía todo, y gracias al cual un
hombre mortal podía conocer las respuestas a todas sus preguntas sin
morir. La leyenda se equivocaba; el Viejo existe, pero si alguna vez lo
supo todo, ha estado solo demasiado tiempo como para recordarlo. Me ha
recibido bien, pero no puede responderme, y sigo sin saber dónde van
los mortales cuando mueren, si los dioses crearon el Universo, con que
propósito los hombres existimos, o ni siquiera si es cierto que en el
centro de todo el disco de la Tierra, en el norte absoluto, existe una
isla gigantesca de Piedra Imán, y por eso las agujas señalan en esa
dirección.
Y pronto ni siquiera podrá hacerme compañía: se niega a salir de su
morada en el borde de la Montaña que da al abismo, que calculamos que
se desmoronará en breve. Ése es el orden de las cosas, y su destino,
dice, y hasta un inmortal debe morir. ¿Dónde irá entonces? Dice que
no lo sabe.
Yo no me quedaré aquí, y no es miedo. Remontaré, si puedo, la
corriente, y desharé el camino de todos estos años. Pero no me
demoraré cuando llegue a las Columnas del Mar Interior, ni perturbaré
a mis compatriotas con avisos de un final inevitable. Si tengo suerte y
sobrevivo otra vez a todos los peligros, seré el primer mortal que
arribe a las costas de la Isla Imán en el Norte Absoluto, y desde
allí presenciaré el último acto del final del Mundo, cuando hasta
allí llegue la última ruina, que ya ha comenzado por los bordes.
Dirán que es inútil tanto luchar por demorar una muerte cierta; pero
no lo hago por eso. Llegué hasta donde nadie antes buscando
respuestas. Tal vez si permanezco hasta el final me sea dado ver un
atisbo de lo que vendrá después, de si tras esto hay una Nada
absoluta o recomenzará un nuevo Mundo, más perfecto. Esa es otra
pregunta que me inquieta, y por responderla emplearé los años que me
quedan. Porque los místicos dicen que la Vida es una pregunta, y la
Muerte la respuesta. Pero hay un Fin más absoluto que la muerte, una
nada que aborrezco hasta la náusea y que no puedo concebir.
Etiquetas: Canciones de viaje
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