Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


dios Mediante




Vi al dios Mediante por primera vez entre los cañaverales de Macassar, cuando era niño. Su figura era igual a como la representaban en el templo: un hombre desnudo y hermoso de piel brillante, ni joven, ni viejo, eternamente sonriente, que contemplaba en silencio una flor de un aroma inolvidable. Huí de allí presa de temor sagrado, como el sacerdote nos había enseñado a hacer si alguna vez algo así nos ocurría; estos encuentros no eran tan raros en nuestro mundo, en nuestra isla entre los cañaverales, donde habitábamos el último resto de los verdaderos creyentes. Y era lógico, porque nuestros dioses eran reales y habitaban en torno a nosotros, discretos, esquivos, pero siempre presentes.

En el mundo exterior los pueblos de los Mitos Falsos se multiplicaban, y sus creencias medraban con ellos. Voces huecas que resonaban llenas de ira, cuyas únicas fuerzas eran la de las espadas de sus fieles, la de los venenos de sus escribas, la de la fertilidad de sus concubinas. Ya regaban de sangre un mundo entero que antes fuera un paraíso entregado por los dioses verdaderos a sus hijos; al fin llegaron también a los cañaverales.

Poco después de mi visión en nuestras tierras comenzaron a desaparecer los jóvenes que salían de caza; después las doncellas que recogían agua en el riachuelo. Luego fue atacada una aldea, más tarde otra. Rezamos a los dioses pidiendo ayuda y consejo, seguros de que nos escuchaban, porque no podían andar muy lejos. Poco antes de mi rito de tránsito mi pueblo fue arrasado. Mataron a los adultos, y a casi todos los niños varones. Las doncellas fueron llevadas como botín, y algunos jóvenes destinados a eunucos. Así pasé el resto de mi vida. Perdí más tarde la vista en una plaga, y una mano en el curso de mis largos viajes como mendigo y santón. Anduve miles de días y nunca pude volver a encontrar los cañaverales donde nací, ni nadie que reconociera las palabras de mi idioma. Mucho después, ya en mi vejez, fui arrojado por la borda de un navío en medio de la tormenta para apaciguar a uno más de aquellos mitos airados. El mar no me quiso, y floté agarrado a un tronco hasta la tranquila desembocadura de un río llena de cañaverales. Reconocí el lugar, y al fin llegué a donde había estado mi pueblo. Todo estaba en silencio, y nada quedaba en pie salvo un resto de la capilla. Allí, entre osamentas añosas y vigas carbonizadas, pude por un momento percibir aquel olor de la flor que no se olvida, y supe que ante mí, ahora vedado de mi vista, estaba el dios con su postura relajada y su eterna sonrisa. Nada me quedaba por temer, así que no huí, y así le dije:

-Te he rezado mucho todos estos años, dios.

-Lo sé, hijo mío. Ni una vez rezaste, aunque fuera muy lejos de aquí, o en mitad del mar, que yo no te escuchara. Hace ya tiempo que sólo oigo tus ruegos.

-¿Y qué hiciste por mí, por tu gente, todos estos años, si dices que me escuchabas?

-Lo que siempre he hecho desde el principio del tiempo. No pudiste asistir a tus ritos de tránsito; no se te puede reprochar que no lo sepas. El cosmos es una estricta jerarquía de hombres y dioses, y dioses por encima de ellos, así hasta el infinito, todos tan reales como tú y como yo, pero todos estrictamente limitados a sus funciones. Cada vez que oía tus ruegos, abandonaba mi contemplación extática, me dirigía a mi supradiós correspondiente y rezaba por ti. Ni una sola vez dejé de hacerlo.

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