Etiquetas: Miedos
La victoria fue breve y trabajada. Con pocas bajas de ambos bandos logramos conducir al enemigo a un atolladero estratégico. Consciente de ello, su rey pidió cuartel. Ambas líneas de soldados aguardan quietas, en un extraño silencio. Aún no se nos permite abandonar la alerta: no hay vino ni cantos, ni caricias de mujeres. Armas en la mano, aguardamos y procuramos no aburrirnos. Los plebeyos juegan a los dados; nuestros escuderos van disponiendo los tableros de ajedrez y taburetes. Juego con el obispo de viva voz, sin bajar del caballo. Las figuras de mi juego son grandes y adronadas: veo bien el tablero desde la altura; desde aquí también vigilo, aún, el campo de batalla.
La tregua en tanto se negocian los términos de la rendición permite enterrar a los muertos con decencia: levantados del suelo donde están esparcidos con sus armas, van siendo acarreados tristemente, dispuestos en una fosa común donde descansarán amigos y enemigos. Las negociaciones se prolongan: no recibimos señal de nuestros señores de que vayan a concluirse en plazo corto. La fosa común abraca todo un lateral de esta explanada. Mal cubierta, sin cal para cubrirla, su hedor se va extendiendo.
Hay rehenes que garantizan la tregua: acampamos al raso, con una guardia ligera. Las líneas no se mueven. Al amanecer llega una voz: "¡La peste!".La muerte se ha llevado a tantos en una noche como el día anterior en la batalla. No es una añagaza ni una ponzoña enemiga: nuestras líneas clarean, pero de las suyas apenas quedan en pie los estandartes. Del pabellón de brocado donde se reúnen los señores no llega una voz, ni una orden. Nos preguntamos si se han oído las voces de alarma, o si siguen enfrascados en concilios.
Un paje nos llega con la noticia: entró al pabellón con el recado, y ha encontrado muertos a ambos reyes, a los nobles, escribas y consejeros. Han muerto hasta las aves canoras que acompañaban a mi príncipe. Es la desbandada general: nadie aguarda una orden, un toque de retirada. Ya no hay amigos ni enemigos, señores ni vasallos: cientos de pies presurosos corren hacia la niebla que oculta las lindes de esta turbera que ya para siempre será cantada como el lugar donde murieron dos reyes, dos ejércitos. No acude mi escudero, que habrá huído. Nunca he huído yo de un campo de batalla; me marcho yo también, con mi corcel al paso. El campamento queda en silencio, la niebla alrededor está llena de gritos.
No podemos salir. Estamos rodeados. Ha corrido la voz por la campiña. Tres ejércitos de señores vecinos rodean todos los pasos posibles para abandonar esta hondonada. Han improvisado empalizadas, disparan todas sus flechas y ballestas sin aviso. No son superiores en número, pero nuestro número es el de una masa de corderos aterrorizados que se expone a las flechas suplicante: hace apenas dos días hubiéramos franqueado esas pobres defensas como una pica atraviesa el mimbre. Ahora nadie obedece una llamada, una orden de carga. Llevo en mi corcel comida suficiente para unos días: me retiro a una posición elevada y vigilo. Ahora comenzará el caos, la lucha de todos contra todos. Viva o muera, lo haré montado y con la espada al cinto. Por honor, y porque no puedo desmontar sin escudero: mi coraza pesa demasiado. Dios permita vivir a mi caballo.
Hambre, miedo, desconfianza y violencia en la noche. La mañana añade a estas el terror de lo sagrado. Mientras los villanos se acuchillaban por un odre de agua, mientras los enfermos agonizaban gimiendo, un agente desconocido ha recogido y enterrado a los muertos. La gran fosa común del flanco izquierdo está casi completamente llena. En el campo sólo quedamos unos pocos: el acontecimiento de la noche ha abierto las puertas a la resignación, los que pueden andar se congregan en torno a un clérigo al que no conzco, alto y con un sencillo cayado de pastor, vestido con severas ropas negras. Creo recordar haberlo visto en las filas enemigas, de lejos, antes de la batalla, hace ya tanto tiempo. Se elevan cantos sacros, y plegarias. Las toses acompañan las antífonas. Muchos se arrodillan; otros van cayendo al suelo, lentamente. Esperan el final, en paz, al menos.
Mas no hay paz para mí sin el silencio. Aguardo, y no me uno al grupo penitente. Encuentro mi ajedrez, erguido y ordenado en sus patas plegables de madera. Intento subirlo al arzón sin desplomarme. Al pretender cogerlo, caen sus piezas. Da igual, por ser para jugar yo solo, con las piezas que quedan me conformo. Practico los ejercicios de los libros: una torre y un rey contra un rey solo. Si hay tiempo, probaré con el caballo. Una mañana helada, y el sudor corre por debajo de la gualdrapa en chorros que se mezclan con la escarcha, que caen sobre la hierba velada por la bruma. El caballo que me resta se escapa de mis dedos. Mis manos no son firmes: es la fiebre. Desde lo alto de mi montura, que no tiembla, veo caer la figurilla entre la niebla que amortaja el suelo. Al lado de este otero donde espero el final de todos mis juegos y batallas veo esparcidos los restos de una atalaya derruida. Mis ojos ven al tiempo turbio y claro: mis pies están envueltos en la bruma, las cosas más lejanas se me antojan próximas y nítidas como figurillas. Al otro lado del campo veo parar, mínúsculos, los dos ejércitos, mezclados sus estandartes y divisas, colores blanco y negro sin enfrentarse, quietos, al lado de la fosa que a un flanco nos aguarda, como la caja donde se guardan las figuras, cuando ya la partida ha terminado, cuando las dos armadas están quietas, y sólo les queda esperar inanimados a que las manos del amo las recojan y las sepulten en la oscuridad, unidas e igualadas en el término, un amasijo de cuerpos apilados, sin distinguir ni bandos ni colores, ni grados, ni poder, ni realeza.
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