Terra Incognita

Una blog de creación literaria, sesgada hacia la Fantasía © Ignacio Egea Rodríguez 2.004


La larga huida.


Paseo entre quioscos el regreso a casa. Enésimo coleccionable, esta vez de mariposas muertas. Árboles muertos en el resto de fascículos. Evito la muerte en el telediario; en las comidas veo los Simpsons, o miro hacia mi vitrina rinconera ahora que el calor me va desplazando hacia la amistosa corriente fresca de Humboldt que, por ignotos mecanismos físicos y a despecho de cualquier intento de domesticación, el aire acondicionado del salón desplaza siempre hacia los rincones más alejados de la estancia.

Los gatos detectan los mejores sitios en verano; juegan con infortunadas mariposillas moribundas y yo se lo permito; me siento entre ellos y paseo mi mirada por la vitrina, donde me despliegan sus hermosas galas mi colección de fósiles, seiscientos millones de años de rastros de muerte, inútiles afanes de camuflaje y lucha, sexo y coraza, por perpetuar especies que ya son sólo piedra.

Las joyas de mi colección: un Trilobites del Atlas del tamaño de un gato, un clípeo de piedra de medio metro en el centro de la balda. En torno al gigante, Calimenes, Phacops, Amonites, Ortoceras se extienden en homenaje. Pocos fósiles de vertebrados: un surtido de dientes de tiburón, la mísera raspa de un pez del Cretácico. Las conchas, las valvas, en su convergencia con la geología no te dan la impresión de tener un anaquel lleno de animales muertos. Quinientos millones de años no es nada comparado con el tiempo que vamos a estar muertos. Paso mis manos y mi vista por esas rocas con forma de animal, quiero sentir en ellas vida y firmeza, exquisita armonía, no el vestigio de un mínimo intervalo de lucha ciega y una muerte eterna e inmanente.

Alguien mató a aquella mariposa por dinero; lo hizo para mí, si es que le pago. Nadie mató por mí aquel trilobites. Su concha no le protegió al fin, y se hundió inerte en el cieno de un mar que hace mucho tiempo quedó seco. Ninguna coraza salvó al fin al trilobites, y ninguno nada ni camina por la arena marina desde antes de los dinosaurios. El océano y el mundo pertenecen hoy a especies desnudas, calamares y peces que nadan ágiles y sin rémoras, y no cuentan para su defensa con el peso muerto de una protección que al fin, se muestra siempre inefectiva. Y miro el rastro de muerte en las vitrinas, en el bistec de mi almuerzo, en las alas rotas que cuelgan de las garras de mis gatos, y me pregunto si mi defensa ante el mar ciego de oscuridad que me rodea desde el inicio del universo es una concha dura, pero frágil, destinada al fin a hundirse en la tierra, o es el vagar ágil y desnudo de un mar a otro con ojos atentos y redondos, huyendo siempre, luchando por dejar descendencia en la huída, otros ojos redondos y asustados, que tal vez, aunque es mi destino no saberlo nunca, un día evolucionen para salir del agua, para mirar, y querer comprender la luz de las estrellas.

Trilobites de engranaje obra de Jud Turner.

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